miércoles, 20 de febrero de 2013

Los titiriteros



Quise haber escrito ayer de su tristeza, del desamparo añil que los cubría cuando, tras recoger sus pocos bártulos, sus sillas y sus carpas, tomaron el camino del silencio. No se despidieron de nadie. Ningún niño se acercó a agradecerle la porción de fantasía que el día de antes le habían regalado. Se llevaban con ellos la honda brevedad del efímero triunfo que, a modo de un murmullo, había calentado su alma unos instantes. Esa noche, poco después de la función, habían destilado su ánimo, su fe, antes de irse a dormir, en la altitud de las estrellas. Luego, sus sueños, quebrados como esquirlas, salpicaron la luz del ejido. Se hacía tarde.

No dejaban nada en el pueblo de su estancia: eran fantasmas huyendo de sí mismos. Nómadas sin raíces ni memoria. Nadie los recordaría días después. Sólo la tierra, la hierba y las paredes, las afueras del pueblo sabían de sus rostros, de sus ojos cruzados por el aleteo del frío y el arañazo indómito del sueño. ¿A qué olerá el alma de los titiriteros?, pensé mientras los veía trajinar comprimiendo el mundo hecho trizas con sus dedos. El aire soplaba en el hueco de su ausencia, recortaba en el suelo las formas de las nubes, perfilando sus sombras de torpes equilibristas en el trapecio de la soledad que empezaba a elevarse en el ejido solitario.

Ellos miraron al cielo unos segundos, proyectando su breve esperanza en el entorno. Luego, subieron despacio, a sus vehículos y arrancaron sin prisa. Eran trozos de horizonte. Los seguí con el corazón varios minutos, hasta que en mi dolor se deshicieron.  

Habían desmontado y doblado su universo de lona fruncida por lágrimas de pan. Debió echarle una mano quizá el amanecer: ese viudo romántico que acuna a los artistas que llevan tatuada en los ojos la pobreza y los sueños curtidos por la nieve de lo incierto. Durante el fin de semana habían logrado coser con su magia el corazón de varios niños. Ese era su éxito, no otro, sabedores de que, al extinguirse los aplausos, queda en la sangre el murmullo de una pena.

Tardaron muy pocos minutos en alejarse: su equipaje es el viento, y éste es frágil e inasible. Me entretuve un momento y, cuando quise darme cuenta,  no quedaba ni rastro de ellos en el ejido. En el círculo donde alzaron, dos días antes, su bóveda de alegría, un perro gris hociqueaba mirándose en un charco. Ni siquiera se despidió tampoco de ellos. Se fueron tan solos, tan frágiles, tan mínimos...

Los vi trasponer por la carretera comarcal que se alarga hacia el norte, en dirección de Villaralto, a la izquierda del camposanto y de la ermita. La mañana cayendo sobre sus lentas caravanas era un delicado ejercicio de acrobacia que sostenía el silencio de su imagen perdiéndose en el horizonte, tras los montes, donde les habrían de esperar un nuevo pueblo, un cielo estrellado y un rincón para elevar su lona de pan, la seda de su fantasía, en el corazón sin luz de un viejo ejido cercado por la tristeza de los perros.

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