miércoles, 13 de febrero de 2013

La primera golondrina



En el nublado olor de la mañana, flotando sobre un cable de la luz, llegó a a felicitarme la primera. Hacía unos meses que no veía a ninguna: las alejó la lluvia del otoño, los labios oxidados de septiembre besando las choperas del silencio donde, unas horas antes, se ahorcó el sol. Ellas asistieron a la muerte del verano y, luego, recogieron sus maletas llenas de sombra y albercas agrietadas para marcharse en busca de otra luz. Se fueron rodeando las tormentas, los aires carcomidos por la lluvia, las plazas coronadas por el frío, cuando las torres son huérfanos cipreses y las campanas lloran pedernal.

Yo las tenía ya casi olvidadas. La última de ellas cruzó ante mi estupor, como una damisela melancólica, en las postrimerías de septiembre del otro año. Empezaba a oscurecer. Aquella tarde, me acompañaba Michu, mi gata fiel que ahora es ceniza y nieve, y, al observarla rasgar la oscuridad del horizonte, experimenté en mi pecho el pulso azul de un breve resplandor. Aquella golondrina dejó en mí una emoción sutil de porcelana, la herida de una esquirla abandonada en la penumbra de una serenidad que levantaba polvo en mi quietud. Recuerdo que revoloteó un instante sobre la casa, alrededor de la colina, y luego se sumió en la oscuridad.

Había emigrado a un país mucho más cálido. Se fue sin decir nada, sobriamente, al pie de sus hermanas, poco antes de un borrascoso y viejo anochecer, y ahora, de pronto, huérfana, cansada, como un muñón ingrávido de cielo, vino a posarse limpia, ensimismada, a quince o veinte pasos de mi casa, abriendo con  la forma ahorquillada de su consuelo una cueva de oro en mí. Sin duda, era la misma golondrina. Su brevedad fue espuma en mi inocencia. Recordé a  Bécquer, a Machado, a Juan Ramón, mientras dejaba posarse entre mis ojos la incertidumbre azul de su silueta al contraluz del plomo de las nubes que esculpían la paz de una mañana cerrada como el cuerpo de un tambor.

¿Qué hacía ella ahí, como un ángel matutino, cosida por la lentitud del frío que aún sostenía el dolor de los tejados?  ¿Había venido, quizá, a felicitarme y a desearme un celeste cumpleaños..? De entrada, parecía indiferente, como una equilibrista bautizada por el fulgor exacto que en el aire imprime el sueño blanco de las casas, las chimeneas como duendes de vapor. Era una golondrina exhausta, frágil, con el plumaje abierto por las horas de un infinito, larguísimo viaje desde un remoto y paupérrimo país.

África le pesaba en las espaldas. Parecía rota, suspensa en el silencio ocráceo de las nubes que viajaban desde el románico corazón del norte hacia las ruinas idílicas del sur. Y, al sorprenderla allí, tan rota y quieta, tras contemplarla un rato ensimismado, toqué las palmas, y ella anudó el vuelo a un aleteo de tordos que cruzaban sobre las chimeneas rumorosas del barrio en calma, y mi amor voló con ella, cumpliendo años, al lugar de la inocencia, ese rincón puro, amplio, vigoroso, al que ellas sólo y los hombres que son niños, tocados por la luz, pueden entrar.

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