miércoles, 23 de enero de 2013

A mi gata muerta


No sé si hallaré las palabras suficientes para expresar lo que has dejado en mí durante los años que me has acompañado, centinela de los crepúsculos, caricia de músculo aéreo, círculo de paz girando a mi alrededor  cuando llegaba cansado a la casa en las tardes de verano y tu presencia era la humanidad, la ternura felina que en el aire se hacía amor, la suave reverberación de la quietud sobre la que aletaban los gorriones.

Nunca será la Colina sin tus pasos el silvestre jardín perfumado de silencio donde la esquina del mundo se alargaba y, a veces, tocaba las barbas del Creador, la túnica alta y celeste de la Luz. Tú, gata dulce, Michu, conseguías levantar mi tristeza y alejarla entre las alas de los pájaros lentos que habitan la dehesa, esos que, a veces, jugaban con el viento escondido en la oscuridad de las encinas a las que tú subías muchas noches para tocar la luna y esconder un trocito de cuarzo dentro de tu lomo gris. No sabes cómo me duele, gata azul que  te hayas marchado, al final, sin despedirte, sin preguntarme si te necesitábamos, dejando el hueco insondable de tu ausencia clavado en el centro de nuestro corazón.

Si, al menos, me hubieras dicho que te ibas, que estabas cansada de hollar el campo triste buscando ratones y erizos de cristal, yo te habría preparado un hueco algodonado aquí en la inocencia blanda de mi pecho, donde hoy la amargura toca su tambor. Gata de los crepúsculos, sirena de las retamas besadas por el céfiro,  domesticada jineta de vapor, hoy eres etérea, pura y esencial como la luz de la nieve en los cercados sembrados por la sonrisa del Creador. En tu ausencia he dejado un pedazo de mi espíritu, dos peces de mi alma, el lago de la luz donde ahora se baña mi desolación. Fueron tantas las horas que jugué con tu alegría que ni siquiera tu muerte puede ahora arrancar las guirnaldas que adornan mi tristeza, porque en ella aún sigues paseando, siempre viva como una princesa de aire luminoso bailando con los ratones transparentes que hay en el palacio de la eternidad.

Seguiría hilvanando rincones de tu nombre, diminuto, aunque hondo, Michu, pero es tarde para cubrir el hueco de tu muerte con mis torpes palabras llenas de barrancos en los que no acaba jamás de oscurecer.
Me duermo en tus ojos tiernos, transparentes, hilados por las adelfas y los lentiscos, en los que ya nunca faltará la luz licuada por el resplandor de mi dolor que, al recordarte, se hace gratitud, alameda con nieve, huerto de arco iris, lágrima custodiada por el sol.

Hoy, esta tarde, cuando te encontré sin vida a los pies del asfalto, cerca de la puerta que conduce a la esquina del mundo, sentí un aire de claveles dormidos perforándome el espíritu y lloré como un niño al que han deshabitado y han arrojado en medio de un zarzal. Te cogí, sin embargo, y acunándote en mis brazos -tu cuerpo era un monte de acero- te dejé, ya era casi de noche, tendida entre los juncos para que esta noche bajen las estrellas con su altísimo aliento a rozar tu muerte blanca. Gata de los crepúsculos sagrados, mañana me acercaré y en una tumba cavada en la luz de la Esquina dejaré tus huesos pequeños, la cumbre de tu lomo, el círculo de tu cabeza matutina, para que mi dolor florezca limpio sobre el centeno de la  primavera,  cuando en la tierra, Michu, sea tu muerte la reverberación de esa alegría que, al amanecer, deja el silbo de los mirlos abriendo las puertas del campo hecho inocencia, lápida luminosa de tus huesos que en mí abren la espita de esa honda eternidad en la que algún día, sin duda, te hallaré.        

sábado, 12 de enero de 2013

Oración en la niebla



En el crujir de los reclinatorios, en la genuflexión de las ermitas,
resiste mi alma rota, desolada
bajo el descenso eterno de la lluvia
que me conduce al centro del amor.
¿En qué lugar duerme hoy mi soledad?
¿Hacia qué dirección se mueve el río
en el que ayer nadaba mi dolor?
¿Dónde puedo encontrar la fe del niño
que hablaba con los álamos? Señor,
dame la luz que alimenta a las campanas
y a la melancolía
que respira en la bondad del pobre, dame el sol
que ahuyenta a los lagartos que nos roban.
En el lugar donde queda el corazón,
hacia la izquierda blanca de mi espíritu,
se encuentran mis palabras, la verdad
por la que día tras día lucho, sufro
y amo el pulmón de los huérfanos, la artrosis
bendita del silencio en las rodillas
enfermas del anciano que no tiene un rinconcito abierto en la humedad
de los quirófanos: ya no existe espacio
para curar su niebla, porque es pobre y solo tiene viento en los bolsillos
y en la mirada un lago de piedad para esperar la muerte. Dime ahora,
Señor, ¿porque está el hambre abierta, viva
en medio de la escarcha, y la basura
dormida en la humedad de los suburbios que habita el inocente, el niño frágil
que colecciona santos de cartón, mientras los perros negros del poder
esconden sus monedas purulentas en medio del neón de los casinos,
bajo el caparazón de las tortugas
que dejan su inmundicia en las doradas y acorazadas torres de los bancos
donde la niebla nunca podrá entrar. Señor, no queda tiempo; creo que el mundo
de aquí a muy poco va a crucificarse en una nube tóxica de amor,
y yo no habré hecho nada, y lloraré, igual que llorarán todas las sombras, todos los bosques,
todos los niños ciegos, hambrientos de justicia y de piedad. Por eso te abro hoy mi corazón
lleno de barro y hojas que supuran el miedo de los árboles y el frío de las iglesias
huérfanas de trigo. Señor, bajo la niebla dejo hoy
el musgo de mis lágrimas, la voz que no me queda dentro, el holograma de todos mis silencios,
para alzar la herida que me cubre y va creciendo aquí, a la izquierda gris de mi oración
que clama por los pobres. Es solo eso, te pido pan, ternura, nieve y sal
para curar el frío de mis ojos que ya no saben a qué lugar mirar
pues todo es niebla, una espesura atroz de espíritus que lloran bajo el cielo
tanteando en qué rincón de tierra dulce podrán abandonar todo el dolor, toda la angustia de óxido
que cubre el amargor boreal de su existencia donde hoy se pudre al sol mi fe cansada.  

      


lunes, 7 de enero de 2013

Después de Navidad


Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén: las voy cogiendo despacio una tras otra como si fuesen cápsulas sagradas de un tiempo veloz y efímero, inmutable, que, un año tras otro, nos engaña con su rito de aproximación ficticia a la inocencia. Aunque la Navidad sea para mí un reencuentro con lo más puro de mí mismo, la fiesta más entrañable que conozco, no consigo adaptarme a la impostura  empalagosa que, durante unos días, toma cuerpo en el ambiente en forma de abrazos, gestos y saludos luminosos que resistirán poco más de una semana, hasta que se apaguen las luces fraudulentas que alumbran la soledad de mucha gente que vive emboscada en sus sueños no cumplidos.

Mi padre murió un día de nochebuena de hace más de dos décadas. Aquel fue un día terrible; sin embargo, al llegar el día de Navidad mi padre se halla más cercano a mí que nunca. Para mí las navidades no son tristes si se viven desde la autenticidad y no de un modo banal, materialista. En la Navidad hasta el aire sabe azúcar, y aunque no esté presente, de un modo figurado,  la nieve decora el corazón de nuestras calles con la mansa emoción de un milagro paradójico que transforma en blancor la penumbra de una atmósfera que, a lo largo del año, es monótona y agreste. Durante unos días la gente aparenta ser mejor, más cercana y más cálida, más tierna y más sensible; pero, apenas deshace su aroma el Día de Reyes y los días laborables de nuevo decoran nuestro ámbito con la infelicidad de su grisura, la vida regresa a su mediocridad cansina.

Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén que aún está colocado en la casa de mis padres. Y, al tocar las siluetas, el tiempo en mi alma se derrumba. Todas las figuritas tienen luz, un resplandor que ilumina mi conciencia.  Alguna de ellas la acerco a mi nariz y, al cerrar los ojos un momento y concentrarme, logro percibir el aroma que, hace décadas, cuando era un chaval, me dejaba confundido por su textura delicada y limpia. Es un olor muy dulce y transparente, el mismo del bote de detergente granulado que contenía en la nieve de su vientre tres figuras pequeñas: una gallina y dos pollitos. Aquel detergente, Persil, dulcificaba de alguna manera el relieve navideño dejando su huella en la brisa y en la ropa. La escasez o pobreza de entonces olía a limpio, al mullido serrín que alfombraba los caminos, escoltados de musgo, de aquel portalillo de Belén que confeccionaba de niño en una casa donde la vida era puro terciopelo. Entonces, a mi alrededor, no había impostura y la Navidad tenía el recóndito temblor de los sueños más blancos y las promesas más azules: aquel era un territorio inmaculado sobre el que se aposentaba la inocencia. Hoy, justo un día después del Día de Reyes, cuando se ha muerto la luz de Navidad, toco emocionado las figuritas del Belén que pertenecen a un tiempo indestructible y nadie podrá borrar de mi interior, porque vive en mis ojos y es la luz que aún me define como a un niño perdido en la nieve del pasado, un pasado que aún yace aterido en mi conciencia.

viernes, 4 de enero de 2013

Vacas


La voz de una niña arrastra en su dulzura el desencanto y el miedo de una tierra. La desilusión es la carne de los pobres; el desaliento es la luz de los vencidos. El futuro es ahora, para aquellos que más sufren, un camino minado por las sombras del olvido y los zarzales profundos del silencio. Los vaqueros han entrado en un camino penumbroso que todos debemos cubrir e iluminar apoyándoles con un ánimo indestructible. Aunque no sea, en principio, fácil la tarea.

Ni siquiera sirve la voz para cortar el miedo y el abandono que los cercan.  Pero esta mañana, al mediodía, había en las voces, en los ojos, en los corazones de la gente que habita mi tierra una rebeldía celeste que no podrán derrotar ni echar abajo los que siempre prometen y, al final, nunca dan nada. La soberbia es inversa al sufrimiento del humilde. El poder pocas veces está al servicio de los pobres, de los hombres que sufren, de las familias que sostienen la dureza del día con el pan del desamparo que los ricos de turno ofrecen en mínimas migajas.

Es preciso, a veces, cortar las carreteras y pintar las pancartas con la fe de quienes claman una vida mejor, más justa, menos muerta. Los Pedroches fue siempre una comarca abandonada, perdida en la niebla de un eterno amanecer que, al final,  nunca deja ver el cielo. Un perpetuo crepúsculo es el signo de los pueblos de esta comarca noble y castigada. Sin embargo, no cabe la resignación, ni el musgo de la derrota ha de crecer en el corazón sensible de la gente que puebla esta tierra hermosa y noble como pocas.

Hoy, hace sólo unas horas, al mediodía, percibí en la voz de una niña el resplandor que debe guiar la mirada de las gentes que habitan el corazón de los Pedroches. Detrás de ella, la luz del sol brujuleaba entre las copas sin fe de las acacias. Y en las ramas de éstas dormía el cetro de un futuro al que daba sentido la silueta de una vaca flotando en un resplandor casi celeste. !Uno se sentía, entre tanto, tan pequeño, tan frágil e inútil ante el clamor de la inocencia de la niña que hablaba defendiendo la esperanza en la que deben alzarse nuestras vidas...!

En el aire no había ni un gramo de alegría. Junto a mí percibí la angustia y la zozobra, la impotencia y el miedo que sufren los hombres de mi tierra que, desde hace años, luchan con las vacas. Ahora ato la rabia y la rebeldía de mi voz -esta voz tan mínima e inútil, aunque sincera- a la amargura, al dolor de los vaqueros, aunque entiendo muy bien que les servirá de poco. Aun así, me pongo al lado de su causa, y camino a su lado, con firmeza, desbrozando con mis palabras la desolación y el miedo.