viernes, 30 de noviembre de 2012

Dos piedras



         Pongo dos piedras encima del silencio, y, sobre éstas, coloco la alegría: esa firme y límpida pared en la que fulgen los días transparentes que han de venir cuando muera la tristeza y en mí penetre una hermosa claridad que nadie podrá nunca destruir.
          A veces, como ahora, es duro andar con alforjas de plomo en las entrañas, pero vendrá la luz, sin duda alguna, para inventar un bosque en mi interior en cuyos árboles se han de posar las nubes -sueños con alas- que, a veces, cruzarán mi soledad en un vuelo muy lento, produciendo un susurro cristalino de mandolinas rotas por el viento bajo el preludio del amanecer.

         Pongo dos piedras encima del silencio, dos piedras abandonadas por la lluvia que ayer dolían dentro de mis ojos y, en cambio, hoy, ahora, en este instante, mientras camino a solas por mi alma, son piedras transparentes como lágrimas que cubre el resplandor de la alegría: ese paisaje abierto entre las sombras que logra, día tras día, sostenerme, ciñendo mi esperanza, mis proyectos, a la promesa de la claridad que, al irse el desaliento del presente, la lentitud sin voz de los relojes, como un pájaro herido ha de volver para instalar su amor dentro de mí.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Juan Borrallo



       No sé si habrá sido el paso de la lluvia -que ha dejado esta tarde en el pueblo luz de barro-, lo que ha levantado en mí la claridad de tu imagen lejana cruzando el viejo ejido abrigado en tu soledad, con el silencio adormecido en tus hombros. Anochecía y el aire vibraba en la quietud de las acacias. Necesitaba plasmar aquí la paz recortada esa tarde de junio en tu silueta. El cielo, un poquito antes de yo verte, había estado jugando a la brisca con las nubes y había perdido, en principio la partida -un fragor de relámpagos lo habían derrotado-, pero, poco después, levantó su carpa azul y a ti te engulló. Iba dentro de tus pasos, o quizá tú ibas dentro de él, porque, a esa hora, el techo del cielo había bajado a saludarte y en tu pelo rizado había enredado su cansancio, su lentitud casi caramelizada.

Recuerdo que yo había estado poco antes hablando contigo junto al suave chiringuito que habías levantado a la orilla del paseo que conduce a la Virgen de Guía. Olía a verano, a las eras quemadas por la brisa incandescente. A pesar de que un poco antes había llovido, el frescor de la tierra ya se había esfumado. Y, entre tanto, tú, Juan, levantabas el grato andamio de la tarde asomada al balcón del horizonte. Aún puedo tocar tu sonrisa contagiosa que en la luz se ensanchaba sin pedir permiso al sol, porque el verano acampaba entre tus pómulos y dejaba su enorme alegría encima de ellos. Aquel día eras feliz inmensamente.

Unos minutos antes de marcharte, un grupo de amigos estuvimos bebiendo junto a ti: llenabas los vasos largos de ginebra y el limón de la brisa enredaba en las acacias los flecos dorados de tu insólita alegría. El ambiente era ciertamente jubiloso. Hasta que, de pronto, alguien mencionó un hecho luctuoso y tu alma se quebró; recordaste algo triste. Se asomó tu hija ya muerta al acantilado negro de tus ojos  y en tu risa se abrió un camposanto de piedad. Entonces lloraste, y rebosaste la bondad, la honda generosidad que te habitaba, hasta quedarte huérfano de luz. Nunca te había visto oscuro hasta ese instante. Solo fueron apenas cuatro segundos cristalinos. Luego, en seguida, el silencio cooperó hilvanando en tu rostro una sonrisa casi amarga. Y, después de cerrar sin prisa el chiringuito, te bajaste hacia casa pegado al horizonte, con un suave perfil de álamo meditabundo trastabillando en un resplandor de piedra.

Así, amigo Juan, es como hoy te he recordado, cuando hace unas horas he pasado junto al hueco en el que, antaño, se alzaba el chiringuito que tu gobernabas con gracia. Y en las gotas de lluvia fínísima, tan cálida e inocente, que mojaban mi rostro he olido tu bondad, la sencilla ternura de tu voz cuando llamabas a tus viejos amigos aquellas tardes luminosas para beberte el verano junto a ellos. Por eso, tal vez, he vuelto la vista a las acacias, tan ebrias de otoño, cansadas de humedad, y he brindado por ti, por tu ausencia que acompaña. Después, regresando ya a casa, he creído ver tu perfil de olmo frágil volviendo de aquel tiempo, y me he detenido en el frío, y he llorado.      

lunes, 12 de noviembre de 2012

La pobreza




De nuevo, la pobreza como un cuervo está oteando en la paz de mi horizonte. Viene cansada, oculta en el gabán de los que roban almas y se alimentan con el cansancio de quienes se arrodillan con los bolsillos llenos de silencio y la mirada llena de preguntas. La pobreza es serena y andrajosa. Huele a ceniza, al frío bajo un puente, a la miseria que ceba el poderoso y a la inocencia que arde en el desahucio movido por aquellos que alimentan, con un desdén glorioso, la desdicha.

A mí me duele y ciega su fulgor. Es la pobreza que hociquea en la mansa luz de los que solo esperan descansar después de batallar contra el olvido, la misma que resbala en la mirada perversa y azulada de los príncipes que habitan los salones dieciochescos en los que nunca se adentrará el amor ni la ternura de los desprotegidos. Nada ha cambiado: es la misma que en mi infancia acariciaba el dolor de las pellizas, aquellas que la escarcha bendecía al lado de una hoguera fraternal, en las cocinas sin luz de los pastores, donde se oía el gemido de las ánimas alzando su plegaría al universo.

Jamás me olvidaré de la pobreza: sus pies de musgo no han parado, desde entonces, de caminar al compás de la penumbra. Y ahora vuelve a buscarme como antaño, igual que tantas veces me ha buscado, para hilvanar su tela de óxido y dolor en las concavidades de mi espíritu. Y ya no puedo ni sé cómo evitarla. Me arriesgaré a buscar cobijo en ella, pues nada podré hacer de aquí a unos meses -cuando me arrastre el brumoso río del paro- que no sea abandonarme en la humedad, perfecta y circular, que la pobreza deja en los ojos sin fondo del que espera no más de la caricia de una mano que pueda soportar sobre el silencio el peso alegre y suave de una nube.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Un año después



Hace hoy justo un año que empecé este blog. Recuerdo que era de noche y llovía mucho, tanto que mi corazón se humedeció y acabó empantanándose de imágenes sublimes que remitían a la muerte de mi padre y a las huellas que en mí dejó su ausencia grávida. Esa noche, mientras escribía, escuché en mí los pasos de un niño huérfano avanzando por una espesura de olvidos y deserciones.  Delante de mí cruzaron los ojos de una sombra que me miraba sin reconocerme y la luz de una tarde olorosa a manzanilla en la que sentí el abrazo de mi madre. Al terminar la entrada percibí un murmullo de niños labrando mi conciencia, unas palabras teñidas de un fulgor que pertenece a un mundo clausurado.

Hace justo un año, digo, comencé a escribir este blog. Desde entonces han pasado en mi vida muchas cosas; algunas de ellas ciertamente negativas: mi desencanto es mayor, mi soledad hoy contiene más barro, más lágrimas y ortigas. Pero también es verdad, por otro lado, que un año después he aprendido que en mi vida caben no más de un puñado de personas: mi mujer, mis hijas, una parte quizá de mi familia y un número ínfimo de amigos verdaderos. Y, a la vez, también caben las nubes de mi tierra, un par de caminos que siempre llevan a mi niñez, las letras escritas en el adiós de algunas tumbas, el silbo de un mirlo (al que voté en las elecciones), un puente dormido, la muerte de mi padre -siempre llena de vida- y la lluvia, ese temblor del otoño escribiendo en mis ojos la humedad de un espacio perdido que he reencontrado aquí en mi blog, resucitando colores desvaídos, sonidos cruzados por la lentitud del agua cayendo en las gárgolas de mi corazón, en los solitarios campos de mi espíritu que, un año más tarde, después de algunas lluvias se sigue llenando de árboles, de frío, y de voces lejanas que aún me dicen que estoy solo, pero, a la vez, más feliz y acompañado por la humedad de unos labios que no fallan, en los que, cada día, hallo mi abrigo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Tumbas


Bajo una luz de plomo efervescente, el camposanto adquiere en la mañana una extraña inocencia de reino melancólico en el que se mezclan los rostros de los muertos con las apagadas voces de los vivos. Percibo siluetas y tenues bisbiseos de un barullo de gente que entra y sale del recinto. Me atrapa su atmósfera antes de llegar. No sé qué transpira este mágico lugar para sobrecogerme de este modo. El respeto a la muerte se anticipa a mis pisadas y se adhiere a mis ojos con su arquitectura fúnebre: un andamiaje de olvidos y emociones que conforman la grama de mi melancolía, donde aova sin prisa el gusano de la ausencia dejando en mi alma un lento escalofrío.

Una tórtola turca coquetea con el aire agujereando el tiempo con su arrullo. Su sonido me lleva a otras edades y a otros cielos. El camposanto se abre al noroeste, mostrando a lo lejos un cuadro de árboles celestes en cuyas copas se asienta el horizonte, una línea de cuarzo en la cálida llanura pespunteada por manchas de bromuro. Atravieso la puerta al lado de mi hermano. Por un largo pasillo, los cipreses nos escoltan como si fueran niños larguiruchos a punto de entrar en una oscura adolescencia protegida por el misterio de las nubes.  Mi hermano no habla, calla, sosteniendo en su claro silencio una eternidad visible.

Vamos pisando recuerdos, lentas sombras, viejas voces de muertos que no terminaron de extinguirse.  Mis abuelos, mi padre, Antonio Moreno, Hilario, Lolo, Quintín, Sallavera, Palomo, tantos nombres... Es como estar recorriendo los pasillos de un pueblo ya muerto pero aún vivo en nuestra sangre. Mineros, pastores, médicos, maestros, labradores del aire, voces de un casino eterno que reúne en mi alma la esencia de aquel mundo. Pero hoy ya no queda nada de aquel pueblo escrito en la eternidad: ya sólo hay frío en esta mañana celeste de noviembre donde los rostros, las voces, las pisadas de un ayer muy remoto son niebla, barro y musgo, inscripciones de nieve en el mármol de las tumbas.