miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un sencillo postigo



Es solo un hueco horadado en la penumbra de una casa pequeña donde ya no vive nadie, una grieta olvidada en el vértigo del tiempo que corrió sobre ella como un galgo diamantino: aún se observan sus huellas en la puerta ya aherrojada por los manotazos sin tregua de la lluvia y la poderosa carcoma del silencio que barrena el entorno con su berbiquí de olívano. Hoy, es un trozo ya enfermo de madera, enmarcado y lamido por una belleza pudorosa. Pero, a veces, cae el cielo despacio en su estructura y, al tocarlo la luz delicada de septiembre, el postigo se rejuvenece de algún modo y su hueco despide una lánguida alegría que acicala y maquilla la tristeza que lo cubre.

No sé como aún se sostiene y no se ha hundido en el abandono dulce que  lo ampara: todos los que habitaban el edificio que queda tras él se fueron ya hace años. A mí me produce un brutal desasosiego la soledad que rodea su existencia. Siempre me han dado pena esos objetos cercados por un olvido insoportable. Amo las cosas pequeñas y olvidadas en las que nadie se fija ni repara porque rozan la orilla de una inutilidad en la que basan su modo de existir. Casi toda la gente prefiere el arte desbordado de las catedrales y los templos suntuosos, los grandes palacios, las casas espaciosas y elegantes,  al recogimiento de las ermitas franciscanas.

A mí, sin embargo, me agrada lo minúsculo, la honda pobreza de las casitas abandonadas en las que gravita una santidad indómita, una especie de recogimiento transparente que suele adentrarse en aquellos que las miran de un modo muy tierno, con el corazón en vilo. Por eso la sobriedad de este postigo, tan pequeño y sencillo,  tan frágil, me conmueve. Suelo cruzar a su lado con frecuencia, casi siempre fingiendo que miro hacia otra parte. Pero él se da cuenta enseguida y me sonríe con su ojo entreabierto, bañado de ternura, como si esperase de mí cualquier caricia que le ayude a olvidar el desamparo en que se encuentra. Sin embargo,  no puedo: aparento indiferencia, y paso de largo, sin mirarlo cara a cara.

De algún modo, temo que mi ánimo oscurezca si me acerco a él demasiado. Tras la puerta, detrás de su hueco, hay encerradas muchas voces que hoy nadie recuerda pero en mí siguen latiendo con una serenidad que me confunde a la vez que me duele y me angustia enormemente.  El postigo está herido por un bosque de murmullos. Hay en su textura una costra de dolor, una especie de cáscara suave y agridulce donde se amontonan los pasos de los niños que acudieron conmigo antaño a aquella boda en la que la luz era un templo de vainilla que, a la vez, amparaba y amplificaba la pobreza librándola de su costra de infortunio. No hay nada más lindo que la boda de dos pobres rodeados por el resplandor de su familia en el dibujo exultante del verano.

 Recuerdo los novios protegidos por un manto de posguerra mezclada con felicidad de esparto. Yo veía en sus miradas burbujas de sifón, un sutil borboteo de agua con gotas de azahar que endulzaban los pasos de los acompañantes, el celeste jaleo de la pequeña comitiva teñida por el olor de los manzanos florecidos a sólo unos metros de la calle donde la humildad estallaba y se hacía vida.

Aquel día los niños fuimos todos recogiendo las sombras que iban creciendo en el camino de la iglesia al lugar donde se celebraría el convite. Éramos poco más altos que el silencio dibujado en las sillas pequeñas de la casa. Las campanas sonaban a nuestras espaldas cantarinas, como aves de bronce en el aire azul cobalto. Todo estaba trenzado por un resplandor de mimbre. El postigo, antes de llegar, nos guiñó su ojo de claridad virginal y nos sonrió. Podéis entrar, nos dijo amablemente, en un tono de campechanía insobornable. Sin embargo, pasaron en primer lugar los novios; e inmediatamente, detrás, la comitiva. Recuerdo los labios en flor de los amantes libando su amor en un cuenco de madera sobre el que levitaba un vuelo de palomas, la claridad de un cielo casi líquido.

Los niños llevábamos al viento en los bolsillos, ataviados con la vestimenta de esos días en que el verano  jugaba al escondite con las golondrinas en el sueño de las cuadras. Y olíamos muy bien, a canela y a vainilla, a uva de corral, a centeno y pan de higo.¿Por qué olía la ropa de entonces a comestible? No tengo respuesta aún; pero es verdad, yo lo comprobé aquel día, tras la boda, cuando a casa volví con el temblor de los manzanos y los ciruelos del huerto en mi camisa.

La estancia, amable y pequeña, recogida, donde tuvo lugar el convite de la boda, quedaba, y aún queda, ubicada en las afueras, rodeada de cercas y huertos familiares en los que permanece el enigma de aquel cielo: el azul desvaído, difuso y esmaltado, del final de verano que aún encuentro en el postigo que me guiña y sonríe cuando paso cerca de él, invitándome a que recuerde aquella fiesta a la que acudí con el viento en los bolsillos y una tenue inocencia bordada en el tergal de mi camisa infantil donde cabían todas las frutas y las sombras de un verano en el que los novios aún seguían siendo jóvenes y los muertos más dulces aún no habían envejecido.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Lhardy


Nunca, ni una sola vez, he comido en Lhardy. En ninguna ocasión he pasado por allí ni he aspirado el aroma de ese restorant sagrado que muchos escritores y artistas de renombre citan en sus entrevistas literarias como si fuese un templo gastronómico, un lugar donde la cocina se hace hojaldre vestido de Armani,  croqueta celestial. Para ser famoso en el mundo de las Letras y aparecer a diario en los periódicos, uno debe, sin duda, haber yantado en Lhardy, donde dicen se come un cocido inigualable, o, en su caso, entender de ese otro arte culinario que se inspira en la magia sublime, simbolista, que adoba los platos del gran Ferrán Adriá canonizados en las salas de su Bulli que, según las crónicas, ya ha desaparecido o su creador, al menos, ha abandonado mitificando el nombre del local.

Soy consciente, ya digo, de mi imperdonable error. Pagaré muy caro no haber estado en Lhardy. Estoy convencido de que soy un ignorante por no haber almorzado en los comedores deciochescos junto a periodistas  famosos, de alto estanding,  y no haber aspirado el aroma elegantísimo que a la entrada despide su amable samovar.

Soy un hombre cateto, rudo, pueblerino que sólo entiende de pájaros y de nubes.Nunca seré un escritor reconocido, uno de esos que habitan la pomada literaria y caminan descalzos por los suplementos culturales en los que sus libros, a veces soporíferos, conforman el peaje -a modo de adoquines- que sirve para ascender sin miedo alguno por la efímera rampa de la inmortalidad.

Nunca apareceré en libros de texto, ni mi nombre figurará en antologías cinceladas por académicos eruditos que miran el campo como si fuese un mar de estiércol navegado por gente inculta, sin barniz ni una mínima huella de modernidad. Según su criterio, soy un escritor agrario, un poeta dormido en un páramo de niebla que, a veces, los mirlos alimentan con su hueco de desesperanza abierta en el azul.

Siempre habitaré la cáscara de olvido que cubre la ausencia de los poetas provincianos a partir del instante en que dejan de existir. No sé utilizar los cubiertos de oro o plata. Mi cuchara es de palo y mi tenedor sujeta el temblor de los cárabos en un lento anochecer en que las retamas son sábanas de luz.

No obstante, tampoco abomino de la urbe. Me deslumbra Madrid; es verdad, lo reconozco: al adentrarme, a veces, en la Gran Vía, me siento como un petirrojo abandonado en un bosque habitado por corbatas de neón. La puerta del Sol para mí es el universo, un prado infinito donde pacen multitudes de siluetas mordidas por la desesperanza, luciérnagas desbordadas por el frío que apagan su luz en medio del dolor. Más de una vez, pisando ese lugar, he sentido en mi alma el aullido de los parias clamando justicia, igualdad, fraternidad. Pero quienes los gobiernan siguen ciegos. Dentro de Sol me he empequeñecido, mientras mi alma salía de mi cuerpo y flotaba sobre los tejados de Madrid como un pájaro herido por la desolación.

A unos pasos tan sólo de Sol -no lo sabía-, en Carrera de San Jerónimo, número ocho, dicen que se alza el restaurante Lhardy. Alguien me lo comentó hace pocos días; pero yo estoy seguro de que nunca entraré en él: me abruman esos lugares estilizados, cargados de brumas y olores literarios, donde, al final, la poesía es alcanfor y la elegancia es distancia y altivez.

No, nunca jamás entraré a Lhardy.  Quizá alguna vez me acerque de puntillas y me atreva a fisgonear como un chiquillo, temblando de miedo, a través de sus cristales el bullir de la fama, las Letras de alto estanding caramelizadas en un sol de vainilla derramado sobre las mesas de hilo suave, en las que nunca se posará, lo sé,  la pudorosa torpeza de mis manos para pagar, después de degustar las ricas viandas y el vino prodigioso, mi salto a la fama y hallar hueco en los altares, en las listas de éxitos, en esas revistas literarias donde tanto pululan poetas de salón y  novelistas altivos e intratables, escritores con carne de papel cuché.

martes, 18 de septiembre de 2012

Retrato de un camino



La soledad tiene múltiples esquinas y, al mismo tiempo, muchísimas variantes: es como el camino que piso diariamente y nunca, en ningún momento, se repite aunque, a primera vista,  lo parezca. En él cabe un caleidoscopio hecho de olivos y de nubes muy rojas que huyen despacio a deshacerse entre una maraña de peñas que sonríen cuando, a lo lejos, el cielo se desploma como un segador alcanzado por un rayo.

El camino varía a cada instante y se transforma ante el vuelo de un pájaro, el movimiento de una nube o un pastor que regresa al pueblo a última hora dibujado en la línea de una bicicleta ocre. En ninguna ocasión, como he dicho, se repite. Puedo escribir muchas veces sobre él, y nombrar sus virtudes, la gratísima distancia que hay entre mi casa y el bosque en que termina la vespertina paz de su trayecto, pero nunca, jamás, será el mismo camino el que se extienda delante de mis ojos o pronuncien mis labios sorprendidos por la noche.

A mí me impresiona por su singularidad y por la variedad de sonidos y de colores que encierra la luz vespertina que lo abraza. Es un camino pequeño, pero ágil, libre de sombras y alas que susurran en la maraña gris de las adelfas. Me adentro en él por la tarde y su trayecto, aunque, a primera vista, es siempre el mismo, a cada momento va sorprendiéndome y me habla a través de los muchos silencios que lo habitan y tejen su cuerpo profundo, estilizado.

En una línea de tierra se abre el mundo. Y es hermoso tener un camino irrepetible, saber que en su arena cabe todo el universo. Cuando lo cruzo hay un sol llorando en mí: la soledad es la carne de mi tránsito, acompaña mis huellas, las dirige entre paredes y olivos pintados por los dedos de un otoño que, antes de llegar a instalarse en sus dominios, ya está dibujando en los huertos una tristeza que huele a membrillo y arcilla estercolada.

Pero el camino soporta esa tristeza y, a veces, sonríe y se apoya en mi costado facilitando mi lento caminar. Mis pasos, a medida que avanzo sobre él, se llenan de dudas de alondra y de estorninos que buscan cansados un lugar para dormir. Otras veces, detengo mis pies ante el olor de una llamarada intensa de poleo que surge brutal a la orilla de un arroyo. Y, en esos segundos, mi vida se detiene y, luego, corre hacia atrás llena de vértigo. Si cierro los ojos, el olor dice mi nombre con la voz de un niño escondido entre las fresas de un huerto pequeño que hay al alcance de mi mano.

Piso guijarros, raíces, briznas tímidas de un campo amarillo, pobre y cuarteado mientras regreso a casa en soledad y el camino me guía en la frontera de la noche en completo silencio, ofreciéndome el fulgor delicado y efímero que aún flota en sus paredes. Jamás me traiciona. Es un sendero marginal, uno de esos caminos por los que el viento pasa a veces pidiéndole al cielo perdón, como un mendigo transparente y fugaz que ha perdido su sombrero y ha dejado su alma olvidada en un tejado. Como otras veces, esta tarde lo crucé, pero mi espíritu aún sigue en movimiento y, dejándome solo, sale a pasear. Ahora mismo, lo veo avanzar fuera de mí, atravesando y sorteando los recodos de una línea de arena profunda, inabarcable.



viernes, 14 de septiembre de 2012

Dos corazones de hilo



No había en aquel tiempo otro edificio como el vuestro, en el que el silencio doraba el comedor, al final de la tarde, con su manto de vainilla y las sillas bailaban poco después de oscurecer, cuando el abuelo volvía envuelto en sombras y tú te quedabas esperándolo en el frío. A la entrada del patio aleteaba una bombilla que, a veces, encendía la lluvia del invierno. El abuelo esperaba siempre esa señal. Cuando esto ocurría, tu mal genio se apagaba.

No he visto jamás unos encuentros como aquellos en los que la luz hablaba por vosotros. A ti, abuela, llegaba un pudoroso resplandor que cambiaba tu rostro deprisa, en un segundo: la ternura ocupaba la mueca de tu enfado y tu esposo reía, entonces reía suavemente, de un modo muy tímido, como si, por un instante, pidieran perdón sus ojos y sus mejillas arrodilladas, dobladas sobre el aire que almidonaba el calor de la cocina donde una humilde sartén chisporroteaba movida por un espíritu celeste.

Hoy comprendo que el vino, el vino del abuelo, agriase tu hermoso carácter aquellas veces que él regresaba a casa con el frío engarzado en su lengua y la niebla apelmazada, como un trasto viejo, en el temblor de sus rodillas. Había un hilo muy frágil cosiendo vuestros corazones en aquellos momentos difíciles y, a veces, el silencio lloraba por ti: sonaba el viento, un viento lluvioso, en tu mirada dos minutos, pero, enseguida, el perdón volvía a ocuparte. Me gustaba aquel modo tuyo de esconder tu resignación en un pañuelo húmedo con flores de almendro y manzano en sus esquinas.

Había mucha esperanza en vuestros desencuentros.  Yo a veces llegaba y os veía distanciados -percibía tus reproches en los ojos del abuelo-, aunque, al instante, al verme camuflabas tu pequeño dolor en un gesto hecho de azúcar. Tu tristeza se disipaba ante tu nieto como una nube en los labios del verano. Siempre, al verte, encontraba en tu amor vuelos de pájaros. Te crecían las rosas de mayo entre los dedos, unas flores muy dulces, como hojuelas de limón que encendían mi alma cuando entraba en la cocina y me recibía el sonido de tus brazos apretándose a mí. Entonces yo era líquido y me derramaba un segundo interminable en la crujiente paz de tus pupilas. En tu toquilla de lana había un olor de roscos de anís que casi me embriagaba. Nadie endulzaba las penas como tú. Ni tampoco nadie dejaba tanto azul, cuando le perdonabas, en los ojos del abuelo. Erais dos corazones de hilo, dos tormentas llenas de un fragor pequeño, diminuto, y, un segundo después de estallar, os apagabais rozados por una paz de muselina.

No había un edificio en aquel tiempo como el vuestro, una casa espaciosa en la que correteaban los recuerdos  jugando entre las macetas al escondite. En vuestro edificio cabían muchas sombras, algunas ausencias y bastantes alegrías: el tío Julián, con su enfermedad nerviosa, la tía Emilia cosiendo los prados de un mantel, los enfados del tío Rodrigo, las tías muertas (la dos Rosalías que se llevó la noche) y el jadeo de mi padre, vuestro hijo primogénito, regresando al final de la guerra con un aire cenizoso y plomizo pesando en sus pulmones. Y hoy que no estáis recuerdo vuestros nombres, Alejandro y Matilde, posados sobre el agua de mi soledad que tanto os necesita. Y aunque nunca volváis a estar en vuestra casa, cuando a ella regreso siempre os hallo en los rincones, fundidos en el aire, en el olor de los retratos, en las figuras que adornan la vitrina que observaba asombrado cuando era un chavalín y me envolvía el vapor de la penumbra con su agria textura de terciopelo mustio.

Vuestros corazones de hilo permanecen cosidos por los sonidos de aquel tiempo, por el aleteo de esa eternidad que hoy derramáis encima de mis ojos cuando entro a la casa y, al llegar a la cocina, percibo un aroma delgado, fantasmal, de roscos de anís en una luz de porcelana que cubre la estancia en que antaño discutíais, como dos niños tristes, en medio del invierno. Hoy me siento un  fragmento de vuestra eternidad y me dejo coser por el hilo del amor que zurció noblemente el dolor de vuestras vidas, por eso me escondo en la paz de vuestros nombres, Alejandro y Matilde, me encierro en vuestros ojos, y, al cerrar los míos un instante, siento en mí el calor de vuestros murmullos consolándome y el temblor de vuestros recuerdos sosteniéndome como si todo fuera como entonces y, de pronto, la vida volviera a su principio.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Lisboa


No fue aquel un viaje turístico común, sino otro más bien espiritual e intenso. No iba, en principio, a Lisboa, sino a Fátima.  Por eso se desplazó mi corazón y el resto de mí se quedó olvidado en casa, como un gato tumbado en la humedad de una cocina, ronroneando junto a los fregaderos. Cuando arrancó el autocar se despertó la otra parte de mí, pero ya no hubo remedio. A Lisboa viajó sólo el niño que quedaba oculto en las galerías de mi sangre. Así, de ese modo, al final hice el viaje, con los pantalones sin luz de mi niñez, envuelto en una camisa de inocencia.

No sé por qué escribo hoy de Portugal y de aquel viaje lejano y misterioso; puede ser que lo haga porque anoche releí -como todos los días- a Antonio Lobo Antunes, el mejor escritor portugués de todos los tiempos.  Siempre que me hundo en su prosa hago un viaje hacia el corazón de una tierra adormecida, oculta como un campánula en un sueño hecho de casas ahogadas por el barro.

Por eso quizá he revivido aquel viaje. Me gustó aquella tierra pobre, herida, humilde, hecha de remiendos y adobes, de poesía. Muchos de los que aquel día me acompañaron ya no están en el mundo, aunque su alma sigue atada -recuerdo a Simón- a los cielos portugueses, disuelta en las manchas gráciles, levísimas, de las viejas gaviotas flotando sobre el Tajo como niñas que  han hecho novillos en el colegio y temen la reprimenda de su madre al volver a casa con manchas en el vestido. Por eso la luz aquel día estaba arriba, sonriendo entre nubes, y no bajaba al suelo.

La ciudad tendida al final de un puente blanco era un jazmín desmayado entre las líneas de una mano gigante. La impresión de aquella estampa enigmática y tierna aún no me ha abandonado. Recuerdo que Portugal aún no era Europa y España era sólo una monja puesta al sol que rezaba todas las fiestas de guardar y se creía mejor que su vecina.  La verdad es que no sé si aún sigue rezando para que alguien baje del cielo y la rescate. Hoy las dos vecinas viven en la indigencia.

No me importa ya Europa, quizá antes me importaba; pero ahora ya no, hoy quiero volver a aquel viaje y tenderme, de nuevo, en las voces de vainilla que me acompañaron un limpio amanecer con miles de lirios abriéndose a lo lejos. En la ausencia hay también gotas de dulzura, y Lisboa, al llegar a ella y penetrarla, me pareció una novia triste, ausente, esperando la mano de un novio que no acude. El puente Vasco de Gama quedó atrás y, agarrado a las voces de mis acompañantes -el cielo aún seguía hervido de gaviotas-, respiré el halo histórico y sepulcral, impregnado de musgo, de algunos monumentos: el dedicado a los Descubridores, la hierática y firme Torre de Belem, la Catedral, el foso del Castillo... Pero lo que buscaba no se hallaba en esos sitios, o al menos no lo veía y ascendí, subido en el aire de un funicular, a la vieja ciudad que se alzaba como un sueño entre edificios decrépitos y románticos. Bares, casinos, bancos decimonónicos conformando un alma de piedra con su engrudo de humanidad arcillosa, casi gris.

Me cansé de buscar a Pessoa -¿dónde estaba?-, su eterno olor de casino trasnochado aferrado a los versos de sus heterónimos debía hallarse sentado a las puertas de algún bar; sin embargo, al final no encontré a Álvaro de Campos, ni a Alberto Caeiro, sólo vi la lentitud de los viejos edificios, cargados de nostalgia, subiendo a mi lado por la ciudad vencida y rota, sumida en la oscuridad de sus leyendas, hasta que llegué a un oasis de verdor: una especie de parque temático, un retiro apretado de árboles, una especie de jardín deciochesco y amable en el que entré sintiendo el beso, el abrazo gozoso de las plantas y los arbustos que me iban sumiendo en su selvática humedad, dentro de un silencio verde y cristalino.

Y ahí, momentos después, hallé el sentido de la eterna Lisboa que descansa en lo sagrado, en el aura mágica y densa de sus príncipes, de sus reyes de piedra, de sus viejos monumentos. Esa imagen la vi enclaustrada en un faisán, un enorme faisán real que aleteaba, semilibre y feliz, entre los setos y los arbustos dibujando un pequeño arcoiris en la espesura delimitada por suaves torreones.

Seguí su grácil silueta con mis ojos durante unos minutos; luego, caminé por aquellos pulmones limpios de Lisboa, y, al bajar de nuevo hacia el Tajo, dentro al fin de un funicular amarillo soñoliento, vi a Pessoa volar como un gorrión por los tejados: su bufanda rasgada en un cielo alto y limpio saludando y diciendo adiós a los viandantes. Cuando regresé a casa, la tarde cojeaba alejándose llena de andrajos hacia el poniente. Me quedé con su resplandor lleno de niños y de pardas siluetas entre estatuas de oro y bronce. Ahora, al leer de nuevo, a Lobo Antunes, este mediodía pegajoso de septiembre, aquel lento viaje recorre mi interior y me trae la voz, ya enterrada, de Simón y las de otros viajeros que aquel día me acompañaron sobrevolando el puente del río Tajo como gaviotas tristes, doloridas, soportando en su vuelo el cadáver silencioso de una vieja ciudad dormida en la poesía, en la tristeza solemne de sus torres y en sus calles que suben, mordidas por tranvías, en un resplandor de piedra hacia el oeste.

martes, 4 de septiembre de 2012

Comandante Ríos



La fatiga del viento, el miedo de los montes y el dolor de los chopos doblados por el aire me acercaron anoche el hueco de tu muerte.
Nada será lo mismo con tu ausencia cubriendo los círculos de esta desolación que ha penetrado en mi pecho por sorpresa,  como el latigazo blanco de la lluvia que restallaba en la paz de los caminos desoladores y abruptos de la sierra, aquellos que me conducían  hacia tu imagen de hombre valiente, honesto y solidario, curtido por la nobleza de la lucha que sostuviste contra la dictadura sin desfallecer nunca.

Maestro de las sombras que iluminabas mi alma con la herida que en tu hombro clavaron los perros de la  patria. Un murmullo de otoño conduce tu sueño entre las zarzas y los amargos recodos de la historia  de este viejo país que abandona en las cunetas de ceniza y silencio la verdad de los vencidos.

Algunos mastines negros ladrarán en pos de tu muerte. Son los mismos que cerraron tu juventud luminosa en una jaula cuando todo era oscuro. No perdonan los cainitas.
Intentaron tapiar un día tu corazón; pero tu amor creció en el pueblo llano y en las calles de tu valentía se durmieron más de una noche todas las estrellas para acunar la pobreza de los niños que, al igual que tú, huyeron de sus casas para encontrar el germen del amor y la libertad verdadera.

Siempre fuiste aquel muchacho olvidado en la espesura, rodeado de balas, que nunca envejeció y guardaba la luz de su pueblo en un bolsillo.
En el aire del Viso aún siguen volando los vilanos de tu blanca memoria como lentas golondrinas buscando la claridad de aquellos cielos que tu voz pintaba de rojo en el crepúsculo.

Al mirar la sierra este mediodía siniestro veo temblar las lágrimas tiernas de los árboles evocando el dolor, la luz de tus pisadas que aún nadie ha borrado.  Capitán feliz del  agua que cruzabas con el corazón la voz del río y sostenías el hambre entre tus ojos como si fuera un pez resbaladizo que nunca se iba antes del anochecer, cuando el viento acercaba el trajín de los tricornios y los cerros tendían sus barbas de penumbra para cubrir tus pasos sabios, ágiles, guiados por la rebeldía de la luna.

A esta hora no sirven los huecos epitafios ni tal vez las palabras desgastadas por la bruma que levita y fermenta en la voz de esos políticos que han dado la espalda al pueblo y regurgitan su soberbia insomne en el rostro del humilde. Tú nunca fuiste político: jamás te interesó vestirte de poder, ni te cegó la quincalla del dinero. Tú aspirabas sólo a ser libre y a volar sobre un mundo más justo, fraterno e igualitario, donde  no existieran los pobres ni los ricos.

Y hoy que no estás, subo hasta tu muerte y me hago ortiga en la tierra,  lloro en ti, sobre el ángulo roto, agridulce de tu ausencia. Descansa en paz, comandante José Murillo, y que la luz que dejaste aquí en la tierra nos ampare a todos y nos bañe tu memoria, mientras tu alma cruza cargada al fin de estrellas, despojada de sombras, el río del infinito.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Luna de septiembre


Por el oriente, entre nubes como lápidas, hace sólo unas horas la luna fue una grieta de dulcísimo mármol. Me impresionó la paz,  la santidad que latía en su blancura.
Luego la grieta fue redondeándose y, minutos más tarde, se elevó sin sobresaltos, levantando en su vuelo el cuerpo ocre de septiembre sobre un horizonte de olmos cenicientos que almidonaban la espalda del crepúsculo, el silencio amarillo que aún latía en el ambiente y dejaba un temblor polvoriento, dolorido, en el cansancio sin fondo de los cerros.

La brisa, algo fresca, endulzó mi soledad. Vi a lo lejos marcarse, tras la sangre del azul, el dibujo de cuatro garcillas de oro y música. En ese preciso instante, respiré y sentí que mi yo no estaba, se había ido.

Todo se fue oscureciendo alrededor y, a la vez, aclarándose delante de mis ojos en una reverberación de turmalina. Ahora el olor de los campos llega a mí envuelto en el blanco jadeo de los juncos que la luz de la luna acaricia. Suenan grillos y, al pie de mi casa, en un charco artificial, croan sin fe las ranas. No muy lejos, el fantasma del viento es apenas un susurro en el tejado.

El olor de septiembre, en esta noche majestuosa astillada de luna, invita a meditar. El otoño que aún no ha llegado está presente en todo lo que percibo en este instante. Ya empieza a hacer frío y de aquí a no muchos días en la luz temblará el amable cadáver del verano.
Las ideas giran deprisa en mi interior, como ese manojo difuso de murciélagos que, al amor de la luna, traza cabriolas con su vuelo persiguiendo en el aire polillas. Miro en mí. Me siento, a la vez, cerca y lejos del dolor. Qué hago aquí, apartado del mundo, acompañado por el amor candeal de mi mujer y la ternura sin fondo de mis hijas, mientras la realidad ahí fuera es mugre, y el desamparo lo va cubriendo todo con la fatalidad de su melaza.

Le doy la espalda a la luna y entro a casa para poner la tele y conectar, aunque sólo sea unos minutos, con el mundo, con la realidad que ahí fuera está pudriéndose, y observo una imagen sobrecogedora: una hilera de jornaleros ata sus gritos libertarios y valientes al ondear de unas banderas que representan la voz del pueblo llano.
Sin poderlo evitar, atravesado de dolor, cierro el puño del alma, ato los gritos de mi carne, y me uno espiritualmente al ondear de esas voces rurales que claman libertad, justicia, paz, igualdad, fraternidad, en un mundo sordo, siniestro y corrompido, azotado por la iniquidad de los mercados. Y, al unir mi silencio sonoro a la voz firme del pueblo que grita, vuelvo a entrar en mí, y siento que sigo en el mundo, y estoy vivo, en mitad de esta noche tintada por la luna dulce y revolucionaria de septiembre que tiende, como una miliciana herida, su blanca bandera en las tejas de mi casa.