lunes, 27 de agosto de 2012

Cielos de piedra dulce


Nunca os quemará el sol, cielos de piedra dulce,
ni el amor de los montes os robará el silencio
que late en la alegría
de vuestra luz sonora.
Nadie segará nunca vuestra verdad celeste,
la armonía escondida
en vuestros pliegues de aire y en vuestra soledad
que alimenta los ojos
del camino escondido debajo de vosotros
donde sueña el amor
de los días que pasan como orugas de viento hacia un bosque de paz.
Cielos de piedra dulce,
huecos del horizonte
por el que avanza aún mi corazón gastado
en busca de ese azul
que sólo arde en las alas del alto mediodía.
En vuestros pies de viento
se acomodan los árboles, los chopos más antiguos
de la serenidad, los manantiales lentos
y los cuencos de barro
que contienen la luz primera de la infancia
donde aún respira el canto
feliz de la abubilla y los abejarucos trazan surcos de anís.
Nunca os quemará el sol,
cielos de la alegría,
ahora que alarga agosto sus brazos delicados,
tatuados de amarillo
hacia las viñas de agua y mi amor se arrodilla ante la majestad
de vuestro azul cobalto, cielos del corazón,
en vuestra voz regresan todas las despedidas y se abrazan los niños
que el ayer modeló, cielos de piedra dulce,
donde el tiempo no pasa y la luz no transcurre
ávida de inocencia, estanques de aire puro
donde nadan los pájaros
y, en silencio, respiran los pulmones de Dios.

viernes, 17 de agosto de 2012

Golondrinas


Quiero vivir dentro de una golondrina, desplazarme y viajar a otros países sin moverme y mirar el silencio desde la altitud del aire que vigila las casas y los campos solitarios donde aún quedan lagartos y colmenas que no mueren.

Quiero ser golondrina para atravesar el frío y quedarme a vivir, como un príncipe feliz, en el corazón pequeño de una lágrima. Las golondrinas son lágrimas celestes y por eso la noche nunca cabe en su inocencia. Me gustaría esconderme entre los pliegues de sus ojos vivaces o en la tímida oquedad de  la luz que se posa en las esquinas de sus alas cuando atraviesan distancias sorprendentes sin dejar de ser frágiles.

Son espíritus circenses.  Debe ser agradable hacer acrobacias sobre el filo de ese azul imposible que hay en los cielos del verano sin miedo a caer y rozar la pulcritud del horizonte líquido que vibra en la superficie lisa de una alberca rodeada de sombras y románticos nogales.

El reino de las golondrinas está en la infancia. Siempre he soñado salir de la rutina y cruzar lejanías escondiéndome en su vuelo, ser la pluma que ablanda el sigilo de la tarde y acaba posada en los cables de la luz o esa pella de barro dormida en la techumbre de una cuadra olvidada donde ya no entra el calor que desprendía el estiércol de las bestias.

Ellas amenizan el tiempo con el arpa de su canto amarrado a los balcones de la aurora.
Quiero vivir dentro de una golondrina, habitar la pureza del viento en sus pulmones, en los que aún pueden oírse las pisadas del pastor que regresa silbando a la majada con los ojos inundados de estrellas matutinas.

Las golondrinas son monjas de clausura que elevan su vuelo sin abandonar el claustro. Nunca se van del todo: son ubicuas y habitan la luz y la sombra al mismo tiempo. Por eso quiero vivir dentro de su alma y desplazarme y viajar a otros lugares, sin moverme de aquí, de este espacio en el que estoy esperando, igual que otros años, a que se alejen y, luego, regresen de nuevo a visitarnos alegrando el dibujo, el mapa de las calles con mi infancia escondida en la herida de su vuelo.

martes, 7 de agosto de 2012

Las manos más torpes


Nunca me manejé bien con las manos. Ya en los años lejanos de mi umbría pubertad, cuando estudiaba por libre y el silencio era apenas un murmullo de alas grises regresando a la higuera del patio en el lento oscurecer, me ponía a realizar con mis dedos torpes, lánguidos, los trabajos manuales que el profesor me había mandado (frágiles paralepípedos de papel) y yo intentaba armar como podía, empleando muchísimo tiempo en la labor. Recuerdo que siempre hacía los deberes en el comedor, junto a una puerta acristalada, y el color de la tarde que iba muriéndose despacio, arrugándose tras los corrales de humo añil, se me entraba en los ojos dejando en la paz de mi interior un fulgor melancólico imposible de explicar.

Llegaba la oscuridad. Se hacía un silencio trenzado por el tictac de las estrellas y el temblor de la parra desnuda de mi patio, y yo seguía intentando torpemente realizar el trabajo que debía llevar a clase. Pero el desánimo siempre me vencía. A veces, llegaba mi padre y me ayudaba (él siempre fue habilidoso con las manos), o era mi hermana, o mi hermano, quien lo hacía y yo contemplaba absorto, casi en éxtasis, la ingravidez gozosa de sus dedos que cosían el aire con una destreza magistral doblando el papel y, luego, pegándolo despacio, acariciando con gracia su  textura, hasta que el paralepípedo se alzaba, después de una hora, sobre el hule de la mesa como un cuerpo glorioso, un trofeo conquistado gracias a la habilidad de los demás.

Esto solía ocurrir frecuentemente, pero en ocasiones nadie me ayudaba y acababa el trabajo con los dedos pegajosos a causa del pegamento utilizado con una excesiva imprudencia temeraria. Y entonces la rabia y la impotencia me vencían,  caían sobre mí como un granizo incandescente que acaba abrasando la levísima ilusión que yo aún mantenía antes de finalizar la figura geométrica hecha a base de un sudor que se quedaba impreso en el papel y era el nítido símbolo de mi inutilidad.

No hace falta decir que, en mis días de bachiller, no aprobé ni una sola vez los trabajos manuales. Para mí siempre fue una asignatura plúmbea. Por entonces, me examinaba -cómo olvidarlo- en el viejo instituto de Peñarroya-Pueblonuevo, situado a cien metros, o poco más, del Llano, y, más de una vez, al cruzar por ese sitio he vuelto a notar el sudor pegajoso de mis dedos y la misma impotencia que en aquellos días sentí.

Todo lo que he contado queda lejos; sin embargo, hoy mis dedos son tan torpes como entonces. Y me sigue ocurriendo: aún me sigo avergonzando de mi grave torpeza al hacer algo con mis manos. Los trabajos manuales no fueron inventados para mí.  Quien mejor sabe esto es mi buen amigo Gabriel: él, precisamente, me ha socorrido muchas veces y me ha echado una mano a la hora de talar, soldar unos hierros, o poner unas tejas en el tejado. Mi compadre es un tipo, siempre lo ha sido, habilidoso, y vale lo mismo para un fregado que un cosido. Siempre que me veo apurado acudo a él: hace sólo unas horas, no muchas, esta misma tarde, cuando más apretaba el júbilo del sol y sudaban a chorros los tejados y las paredes, Gabriel como siempre vino a socorrerme.

En esta ocasión, fue el simple pinchazo de una rueda. Y es verdad que, de entrada,  intenté como pude solventar el grave problema que se me había presentado. Pero, igual que otras veces, mis dedos sufrían, resbalaban, sudaban como cuando, antaño, batallaban contra los paralepípedos sin fe. Por eso llamé a Gabriel, pues yo sabía que, lo mismo que siempre, vendría enseguida a rescatarme del desastre en el que me hallaba sumergido. Y efectivamente, llegó a los dos minutos y arregló de inmediato el problema con soltura: vi sus ágiles dedos, sus manos curvándose en el aire aferrándose al caucho candente del neumático, y luego, enseguida, encajándolo en su sitio con una prudente y sabia habilidad. Luego de darle las gracias, subí al coche y toda la realidad volvió a ser suave, como lo era antes del pinchazo, y el cielo y el aire y el sol que, hacía una hora, derretía los tejados y sacaba el sudor de las paredes, me parecieron más gráciles, más dulces, gracias al pequeño milagro realizado por los dedos ágiles y sabios de Gabriel. Siempre le agradeceré, y él bien lo sabe, su altruismo sin límite y su generosidad. Las manos más torpes, las mías, han pergeñado llenas de gratitud estas líneas para él.

viernes, 3 de agosto de 2012

Paco Andrada, in memoriam


Te hemos dejado dentro de la luz,
porque la tierra
es luz cuando se llora,
y ésta que te ha cubierto es una lágrima
en la que hemos cabido
al mismo tiempo
todos los que habitábamos tu vida
y con tu muerte hemos sido trigo roto,
las nubes silenciosas que tú amabas
cuando era de oro triste el horizonte y la tierra  amarilla tenía sed.   
No lloverá más dentro de tus ojos,
pero en los míos
crece una maraña
de ortigas maceradas con vinagre
y una ola lenta,
lentísima, de frío
que agosta las cebadas del recuerdo y el aura
de la casa en la que hablabas
como si hubiese arcilla entre tus labios
y modelases álamos de amor que a todos nos cubrían
con su sombra
o caballos románticos que el viento de tu alegría invitaba a galopar.
Pero te has ido y ha enmudecido
el agua
que hablaba cuando tu alma se hacía líquida
y en ella navegaban tus recuerdos, fragmentos de tu vida
que hacías nuestra
dibujando una casa, un campo abierto y un luminoso ejército de encinas
que en los Claveles o las Morras tú guiabas
con tu sonrisa eterna y tus pisadas que destellaban en el atardecer.
Abandonado ha quedado tu sombrero
y tu elegancia blanca se ha llenado de pésames y abrazos conmovidos
de un pueblo que admiraba tu entusiasmo,
tu venerable optimismo, tu alegría, esa campechanía siempre azul
que aquí, en la Tierra, te identificó.
Pero te has ido, te ha deshecho el aire y abandonado
queda tu sombrero
en una soledad que nos protege
y nos vigila desde un más allá
oculto en la quietud de los maizales y las colmenas del anochecer.
Te hemos dejado dentro de la luz,
porque la tierra
es luz cuando se llora,
y aquí, ahora mismo, está llorándote mi infancia,
la edad de la inocencia que me diste. Tu venerable optimismo y tu alegría
siguen conmigo, no me han abandonado,
por eso te recordaré sonriendo, con la mirada bordeada por los árboles
y el rojo de un crepúsculo sagrado
que, a veces, dibujaba en tus pupilas el círculo pequeño de una lágrima
que en ti era alegre, sobria, luminosa
como la paz que tú nos regalaste
y aquí, esta noche alta de verano, es el silencio que abre la honda flecha
de tu alma que alcanzó la eternidad.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Los Claveles


El viejo pick-up, a unos pasos del moral, sincronizaba el tic tac de las chicharras y el cielo volaba entre las piedras de la huerta para aposentarse luego en las albercas y soñar con las ovas. Habito aquella música, y recuerdo el azul: su camisa voluptuosa embutiéndose en la claridad de los manzanos.

La diadema del sol coronaba el pastizal. Había hacia el oriente una charca de agua ocre en la que la soledad chapoteaba. Aún más adentro, el cristal del mediodía como un velo de aceite se extendía entre los juncos, alborotando el lamento de las ranas que mis primas y yo acechábamos sin prisa, habitando las sombras que el silencio edificaba.

Mis primos, unos años mayores que nosotros, recolectaban los tallos del amor, la verdad amarilla y lentísima del trigo. Yo, a veces, cruzaba el dolor del chaparral buscando los nidos sombríos de las tórtolas. La casa, a unos pasos, brillaba y sonreía.

Son rasgos muy bien definidos, indeformables: los ángulos de un paisaje edificado en la inocencia de un niño indestructible. En mis ojos de entonces se perfila una vaguada y un sembrado de avena en el que anidan las calandrias. Lejos, volteando los cerros más agrestes, duele la felicidad de las coscojas agarrando su aroma a viejas piedras de granito.

Había dos canciones que dibujaban la estatura de aquel verano hipnótico e inefable:
"Ella lo tiene todo", de The Kinks, y "Only one woman" de The Marbles.  El edificio, la casa, era grande y en su flanco había un corral en el que de noche bailábamos canciones a la luz de las velas, vigilados por la brisa y por el agraz corazón de las lechuzas escondidas en la soledad de los pajares en los que la luz nunca penetraba.

Al atardecer, más de una vez, llovían las moras y lloraban las sombras ensuciando las camisas.
¿Dónde estarán, después de cuatro décadas, las promesas que el aire encendía en mis pestañas?
Tía Regina y tío Paco entonces eran muy jóvenes y mis primos y mis primas eran frágiles figuras que movía el resplandor febril de la canícula de un lado hacia otro componiendo un pentagrama hecho de moras, olmos y abubillas. A veces, en mis sueños, aparezco por allí: me veo en la sagrada estatura del verano, en mitad de la finca que llamaban los Claveles, y camino deprisa, alegre, sin temor, bajo el chaparral donde aún flota aquel murmullo hecho de avispas y tórtolas de hule.