jueves, 31 de mayo de 2012

Eucaliptos


Desde el coche observo, al pie de la luz de mi niñez (la plaza por la que aún corre mi inocencia), dos jóvenes hileras de esbeltos eucaliptos bajo el líquido resplandor de la mañana.

No me detengo siquiera a contemplarlos, pero su imagen se incrusta en mi interior y sigue reverberando en mis pupilas minutos después de haber pasado junto a ellos, unos árboles que nunca se han ido de mi sangre.

Luego, detengo el coche y reflexiono, fuera ya del pueblo, sobre el magnetismo de esa estampa.

A ella se adhieren  colores, lejanías y siento, de pronto, el aire de un otoño de hace cuatro décadas cruzando el horizonte de mi corazón, alzando voces, rostros, himnos, emociones perdidas, ya irrecuperables.

Me adentro en la cueva de mi melancolía y, bajo el susurro de un viento intemporal, me encuentro a mí mismo paseando entre eucaliptos, a través de un camino que lleva hacia la infancia.  

martes, 29 de mayo de 2012

Una liberación


Me he despojado de todo esta mañana. He querido ser luz, viento, hierba, lentitud amarilla que forma la voz del horizonte, donde el silencio retumba entre los árboles.

Ahora, siento que el viento y la luz flotan en mí, muerden mi corazón lleno de agua. Observo a unos pasos, desde el sitio donde estoy, la brisa moviendo lentamente tres banderas. Una de ellas se instala en el amor de mi niñez; las otras dos son lindes de un  mapa inexplorado donde la melancolía se agiganta y la alegría se abre y se hace amor, hueco por el que amanece esa inocencia de la que nunca, jamás, renegaré.

Me he despojado de todo esta mañana. Y ahora mismo soy luz, viento, hierba, un resplandor que ilumina un lugar donde ayer sólo hubo niños y ahora sólo está el sol aleteando como un pájaro.

sábado, 26 de mayo de 2012

La serenidad




Al fondo veo el cielo abrazándose a la tierra, y, a la izquierda, donde bosteza el horizonte y el silencio alza el cuello como un lagarto malherido, un manojo de chopos dibuja una serenidad tan profunda y amable que no parece de este mundo. En la soledad a veces hay mucha compañía, una rara paz que oxigena el pensamiento. Hago, un instante, una breve reflexión, mientras pongo el amor encima de la envidia y el perdón crece en mí como una blanca enredadera que escala por los balcones de mi pecho, donde el odio reposa con la mano escayolada y sufre condena la maledicencia.

Lo que soy este día forma parte del paisaje que dormita ante mí como un ángel de oro lánguido. Hay algo en la luz del aire que invita a amar a quienes me hieren y se creen mis enemigos, aunque el amor que me habita los perdone. Mis ojos recorren lo que duerme bajo el sol y mi alma es, de pronto, apacible y amarilla como el dolor feliz de la cebada que, entre las encinas viejas, se dibuja.

Mi espíritu escapa, sale de mi corazón y deambula sin prisas bajo la paz de la canícula  buscando el celeste que se graba en las alturas y deja en los campos una serenidad angélica. ¿Por qué odia la gente? ¿Por qué la envidia es una grama que resquebraja la luz de tantos ojos? ¿No hemos venido al mundo a dar amor, a sentir la alegría del otro en nuestro espíritu como si ésta nos perteneciera?

 Cabrillean las casas en la lenta lejanía y mi corazón está en medio del verdor que, entre el hondo y cansado amarillo de la siembra, perfila la antigua humildad de las retamas. ¿Acaso no es esto la serenidad, este cosquilleo de luz que, ahora, me asombra y regurgita en mí los días perdidos? Me escondo y me olvido en el chozo de esta paz hecha de brisa y cebadas que no mueren. He venido al mundo a perdonar y a dar amor, a sentirme en paz con aquellos que me hieren; por eso dejo mi alma puesta al sol, en mitad de estos campos lentos y amarillos, mientras me fundo y confundo en un paisaje que me habita y me mece con la brisa de sus manos, unas manos cosidas por el hilo de esa paz que sólo fermenta y crece en la serenidad, donde la envidia no tendrá regazo ni el odio hallará su camisa de serpiente.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Gabriel

Permanece a mi lado desde los días de mi infancia, ofreciéndome siempre su aliento, su lealtad. No hay nadie en el mundo que me conozca mejor que él. Su ánimo y su alegría son los bosques en los que me adentro a diario y en las ramas de sus palabras me subo a descansar. Ni una vez he leído en su alma la traición. A su lado nunca hay borrascas, pues su espíritu, siempre abierto al amigo, sabe derrotar lo negro y ablandar la dureza del viento. Su carácter es una mezcla de fresas y regaliz.  Ha iluminado mis sombras muchas veces y, también, ha uncido a mi oscuridad  su luz esos días plomizos con nubes rotas en mi garganta, cuando todos se van y dejan gaviotas aleteando sobre el acantilado de mi corazón.

Su casa respira a unos  metros de la mía. Llevamos viviendo cerca tantos años...  Es más de una vez la piedra angular de mi silencio,  la risa que llega y se cuelga en mi tristeza como una libélula herida entre jazmines. Gabriel es como un camino lento y firme que sostiene mis pasos en las horas más agraces. Su generosidad nunca tuvo límites y la envidia no cabe en su pecho, ni en sus ojos. Por eso es mi amigo, porque me abrigo en su confianza y en su entrega sincera, abierta como un campo de centeno en la tarde, encuentro mi cobijo, la estancia celeste que compartimos en la niñez.

En los últimos días, cuando todo me va bien y la vida es un golpe de brisa en mis pestañas, Gabriel viaja conmigo y con mis libros, porque vive instalado en mitad de mi novela, junto al protagonista de "Los ojos de Natalie Wood". Agradezco su compañía ahora más que nunca. Como un verso libre, como una gacela hecha de aire, mi amigo penetra en la claridad de mis palabras y, a través de mi voz, salta en la luz, se mueve y viaja con mis sentimientos, pasea por mi conciencia compartiendo la libertad que nos acerca y, a la vez que en su alma sin zarzas, crece en mí. En verdad es un lujo tenerlo como amigo. Se llama Gabriel, Gabriel Leal Palomo, y para mí es el símbolo de la amistad. Nunca me ha traicionado desde que lo conozco. Su primer apellido indica que es leal; atendiendo al segundo, es un palomo de alas gráciles que se mueve sin miedo entre los altos edificios y los cielos más fríos y oscuros de estos tiempos donde tanto escasean los amigos verdaderos, aquellos que, como Gabriel, cuando te miran, se reconocen dentro de tus ojos y hacen que todo sea limpio y transparente aunque en mitad de tu pecho esté lloviendo y a tu lado sólo haya silencio, y soledad.

lunes, 21 de mayo de 2012

Café Molar

         No sabría describir ahora mismo, en este instante, lo que sentí durante la presentación de mi nueva novela en el Café Molar. Fue hace sólo unas tardes en el corazón de la Latina (un barrio puro y castizo de Madrid), y aún lo siento todo demasiado cerca, como si mis ojos siguieran sumergidos en aquella  magnética atmósfera del bar donde flotaba una luz lenta, ambarina, en la que se amontonaban las palabras y, a la vez, las miradas de gente que yo aprecio y vive encofrada en las galerías de mi espíritu como un enjambre de abejas vespertinas  que portan el polen de una luz que no oscurece y se alimentan de un aire hecho de abrazos.

El café estaba lleno de una lírica amistad, de emociones y afectos que borraron, de inmediato, la tristeza que en mí aún permanecía sedimentada en estratos de barro y láminas de estiércol. A veces los días se me pudren lentamente y su olor diluye el temblor de la alegría que en mí se agiganta cuando me hallo en  casa a solas, recluido en mí mismo,  frente al sonido de los campos tendidos ante mí como lágrimas de plata.

          En el café Molar sentí, de pronto, una felicidad hecha de murmullos, de esos que acerca el silencio de los campos cuando la noche penetra en el paisaje y todo se viste de una oscuridad gozosa que en mi interior resplandece como un ángel escoltado por un ejército de autillos. Allí, en el café Molar sentí lo mismo: ese resplandor feliz que huele a hierba y a un claro de bosque tejido por los pájaros. No diré ningún nombre, porque todos los amigos que estuvieron  acompañándome esa tarde llenaron con su presencia la orfandad de felicidad que en mí empezó a adensarse  a raíz de volver feliz de Barcelona para hundirme de nuevo en el glaciar de mi trabajo, donde sólo encuentro las sombras de mí mismo, la parte más torpe y oscura que me habita, la que hace de mí un mendigo desnortado.  Es como si experimentase últimamente que vivo sumido en dos dimensiones antagónicas: en una de ellas, disfruto y soy feliz; en cambio, en la otra siento el frío del del fracaso, un hundimiento infinito e insoportable. Por eso sentí en Madrid, en el café Molar, cuando presenté mi novela, esa emoción que sólo me asalta cuando vibra en torno a mí el aliento feliz de la gente que yo amo, ese grupo de amigos que me aceptan como soy, con mis virtudes, mis fallos y mis sombras, unas sombras que, a veces, destellan tanta luz que hacen que mi corazón sea transparente y lo parta, lo saje y lo entregue fragmentado, aunque lleno de un amor inmenso, astral, a quienes merecen llamarse mis amigos, en los que no cabe la noche sino el alba.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Indignados

No sirven los gestos ni el resplandor de las palabras cargadas de rabia para transformar el mundo. La rebeldía es un tarro de cristal que la realidad, tan pútrida y vulgar, al chocar contra ella  fragmenta en mil pedazos de impotencia, dolor, desaliento y amargura. Nada podemos hacer contra los poderosos que no sea protestar y echar a la calle nuestra voz aunque, al final, el silencio la devore y arroje su luz entre las pústulas del miedo, donde teje el olvido la faz de su refugio. Donde habita la dignidad no cabe nunca el discurso falaz y febril de los banqueros que abonan la luz con el olor de sus miasmas.

En el reino oscuro del capitalismo sobran los pobres, los puros, los inútiles, los que tienen los ojos y el corazón atravesados por la cálida espina de una esperanza inútil. ¿Quién no se siente indignado en estos días gobernados por el despropósito de los bancos y la vergonzante actitud de sus compinches que dicen representar la voz del pueblo? No queda ni un hueco de cielo donde esconder la prístina luz que aún nos queda en las entrañas a los que esperamos el regreso del amor, la justicia social y el respeto a los más débiles. Se ha cumplido ya el primer aniversario de la justa y feliz acampada en la puerta del Sol; sin embargo, no se ha conseguido nada: la sociedad es más injusta hoy que ayer y en el corazón estercolado de los ricos hay aún más ortigas, más zarzas y más culebras. El capitalismo es una araña con cien patas y vivimos en su vientre, ahogados en su veneno.

Hay motivos por tanto para la indignación, para la rebelión, para una honda rebeldía que debe crecer y elevarse, en el silencio, igual que una madreselva sobre el aire de esta sociedad dirigida por los banqueros para, de este modo, asfixiar muy lentamente el orgullo, el desprecio y la altiva indiferencia que estos prestan a quienes lo han perdido todo y viven inmersos en un charco de amargura. Debemos atar nuestro aliento a los que sufren. Para su consuelo no sirven las palabras, pero sí el resplandor, la emoción de esa pureza que, a veces, brota y se eleva del vacío que habita en el pecho y se transforma en un instante, al mirar la sonrisa de un hombre que está en paro y no tiene nada que no sea su dignidad, en un turbión misterioso de esperanza cosida por un hilo muy blando de alborozo, un  raro alborozo pequeño, circular, donde se mezclan la rabia y la ternura.

domingo, 13 de mayo de 2012

Barcelona


        El viaje, aunque largo, resultó gratificante. El tren dibujaba la velocidad del mundo sobre los campos lentos de la Mancha impregnándolo todo de una hermosa claridad. Mi corazón iba inmerso en una urna. Desde la ventanilla el horizonte parecía un profundo pañuelo de oro y luz. Perfilando Madrid, sentí nieve en mis pestañas. Luego, la paramera de Aragón y, al poco, los pueblos ahogados entre los cerros de la Cataluña más tradicional como garabatos de un portalillo de Belén. Y el día fue un pájaro hundiéndose en las sombras, un brazo de fuego deshaciéndose en un mar con barcos de plata y gaviotas de grisú.

         Eso fue el viaje, luego entró en mí la arquitectura sublime y gozosa de una armónica ciudad. El dolor de Gaudí, su locura melancólica dibujada sobre un contraluz de azules líquidos fluyendo entre esbeltas siluetas de hormigón. El espíritu bullicioso de las Ramblas, el vértigo amable y dulce de los parques arañando los taxis de la serenidad. Y, luego, los libros, la identidad de la memoria grabada en un tren, el Museo de la Inmigración, San Adriá del Bessos, la librería Catalonia y los ojos felices, lejanos, de mi infancia dibujados en las voces de Juan, de Julianín, de Pedrito Lumbreras... Eso era, en esencia, la literatura, la poesía de lo humilde. El viento azucarado levantando la falda de mi melancolía cuando, junto a Cecilio y Mati, recorría los rincones más gratos de una ciudad hecha de vidrio. Barcelona sentada en una catedral de andamios y de novísimas grúas silenciosas. Las palabras de Camilo José abrazando mi ánimo, levantando mi voz en un silencio hecho de anís.

Más tarde, el regreso, los pueblos ahogados entre montañas, la paramera infinita de Aragón y la luz legendaria, amarillenta, de la Mancha estallando en la tarde como una pompa de cristal. Entre tanto, en mis ojos y en lo más hondo de mi ser, las voces, los gestos de mis amigos Cecilio y Mati  seguían rodeando mi ánimo y lo alzaban atándolo a una cometa que se iba. Lo mejor de Barcelona habían sido ellos, y até, en mi regreso, mi espíritu a su imagen hasta que me quedé dormido en el asiento, habitado por una infinita gratitud.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Madrid


          Hace apenas una hora que he llegado a casa. He vuelto del ruido y de  la velocidad a instalarme de nuevo en el silencio y la quietud. En los últimos días he ido a Madrid un par de veces. Y el próximo jueves de nuevo he de volver. Demasiados viajes en tan corto espacio de tiempo para alguien que es parte de la lentitud. Aun así reconozco que me ha gustado la experiencia.  El pasado fin de semana llovía a cántaros y la ciudad era un bosque de grafito, el dibujo confuso de una muchedumbre lánguida diluyéndose entre altos paraguas de carbón. Hoy, en cambio, Madrid era un laberinto amable bañado por un suave sol de regaliz. La luz resbalaba en las cornisas inalcanzables cayendo en los automóviles como un zumo que elevaba en las calles una alegría de metal.
       Debo reconocer que antes no me ocurría, sin embargo ahora cuando paseo por Madrid me siento un fragmento más de la ciudad: sus colores y sonidos me bañan las entrañas. Es hermoso perderse y confundirse entre la gente como un grano de arroz en una sartén vertiginosa aliñada por ruidos y murmullos de azafrán. Me gusta y me alegra el parpadeo de los semáforos, el color desvaído de los edificios arrogantes coronados algunos por angelicales cuádrigas o por hercúleas estatuas de maíz. El techo de la ciudad es un bol tuquesa cosido por hilos de líricas palomas y vencejos de piedra que no saben volar. El corazón, la carne de Madrid es una plaza híbrida y romántica que abraza colores, mapas, idiomas, vagabundos bajo un velo de soportales melancólicos donde nunca amanece ni acaba de oscurecer.

Me fundo y confundo con el cuerpo de la luz que corre por las aceras de la Gran Vía y, al cerrar los ojos, noto que un ángel va llevándome, conduciéndome por un laberinto de semáforos y de siluetas que avanzan bulliciosas buscando el silencio, la paz, la soledad que quizá flote en sus casas o en los bares donde se aquieta la brisa y la llovizna que, invisibles, envuelven el rostro de Madrid, cuando subo al tren y, a través de la ventana, veo la ciudad que se mueve hacia la noche como un gato inmenso arañado por el brillo que deja en los bloques, en los edificios que se duermen,  los dedos gozosos de la lenta oscuridad.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Una cicatriz


         De un modo casual, ya que no la recordaba, observo asombrado en mi pulgar derecho la huella de una lejana cicatriz. Está dibujada como una levísima costura de color vainilla en una curva de la piel. Hacía más de tres décadas, casi cuarenta años, que no la veía, pero, al descubrirla ahora, he sentido una especie de rara y sutil reverberación: la intensidad del dolor que en mí produjo el pequeño accidente que la dejó grabada ahí.

Ocurrió una tarde muy gélida de octubre, cuando fui a cerrar con la mano congelada la carabina de aire comprimido que solía utilizar con frecuencia por entonces. Un chasquido metálico abrió en mi carne una honda brecha cuando introducía un balín en el cañon. Puedo tocar con los dedos del espíritu la humeda claridad de aquel espacio: un gorrioncillo temblando frente a mí, posado en la rama desnuda de una higuera y la luz cenizosa, humilde, del crepúsculo mordido por una legión de nubarrones, flotando a lo lejos, tras los huertos familiares que acordonaban la paz de la dehesa.

          La vida era entonces un resplandor de libertad, una habitación de hierba en la que hundía su estilete de sol y amor mi adolescencia. Con su mano de óxido me sostenía el silencio y la vida pasaba como una nube frente a mí. Todo eso era la vida, el vuelo trémulo de un gorrión que se aleja en el otoño y mi dedo pulgar doliendo como ahora, cuando he vuelto a encontrar la lejana cicatriz dibujada en mi piel como un frágil garabato sobre el que aún dormita mi adolescencia herida, envuelta en el frío de un pájaro que huye bajo el sol. Y ahora en esa imagen hallo la alegría, el claro dibujo de mi antigua libertad grabada en mi alma como una mínúscula costura que recuerda aquel tiempo en que era muy feliz.