jueves, 26 de abril de 2012

Grillos


           Persistentes, lentas carcomas del silencio, ahora mismo muerden la noche con su música. Rodean mi corazón y entran en él como antiguos contrabandistas de otro tiempo en el que mi niñez era su guarida. Estos días de atrás, cuando en el encinar aullaba el viento como un perro rabioso, permanecieron mudos. Sin embargo, esta noche han vuelto de nuevo a inaugurar su concierto de vidrio. Les oígo penetrar con su berbiquí lánguido en la paz de la dehesa.

Ato a su canto, un instante, mi emoción, la felicidad de saber que juntos a ellos, atando mi vida un segundo a su canción, sentiré que el mundo gira en armonía bajo el violín sagrado de sus élitros. Pero veo que están solos, lo mismo que mis lágrimas. Paso a su lado y mi vida siente el tibio resplandor que su soledad deja en el aire.

miércoles, 25 de abril de 2012

En las zarzas



           El paisaje de abril esta noche es un mosaico donde el campo incrusta armónicas teselas de soledad y feliz melancolía. Hay un pentagrama líquido, febril de notas que suben hasta la casa desde un pozo ahogado, desde hace décadas, entre zarzas. Abro la puerta. La oscuridad me acoje en su seno aromado a esta hora por las notas de un delicado concierto cristalino. Chillan los alcaravanes confundidos, van de un lado a otro arrastrados por el aire, despeinando retamas, bajo un novilunio leve.

 Me entrego a la noche y mi espíritu se escapa, se eleva y se ensancha como un bol de turmalina que pertenece al espacio, al infinito donde se erige la paz de lo inasible, la eternidad feliz de las esferas. Si cerrase los ojos aquí, en este momento, y los dejase vagar por mi interior, ajenos al respirar de las encinas, la soledad me convertiría enseguida  en la delicada y trémula semilla de un pensamiento olvidado en el paisaje.

 Sólo eso sería: una trémula semilla. Sin embargo, el concierto sagrado, vaporoso, de un ruiseñor escondido entre las zarzas (hace sólo unos días volvieron),  me devuelve, hilando un gran bosque de arpegios cristalinos, la alegría de estar en el mundo, la emoción de saber que soy luz, misterio, brisa y hierba. Cuando vuelvo a la casa, el campo me habita como un río en el que dejo fluir mis emociones y en  mi corazón cabe el universo.

sábado, 21 de abril de 2012

La llamada de un ángel


      Es mucho más que un hermano para mí. Mi alma y la suya son casi gemelas. No obstante, es más puro y diáfano que yo. Vive lejos de mí, pero siempre está a mi lado, sigue pegado a mis ojos igual que entonces, como cuando en la infancia venía a la tienda de tejidos que regentaba mi padre y contemplábamos el dolor de la lluvia arando la piel de las paredes y adormeciendo con su murmullo un mundo que se sostenía en la hogaza de los pobres, en la orfandad de las viejas chimeneas.  A veces me llama cuando más hundido me hallo y su voz, al instante, expulsa el miedo de mi espíritu ayudándome a reencontrar la paz perdida, la ilusión que hace un tiempo aún me alimentaba y se fue desgastando como un fósforo en el aire.

        Jamás le podré pagar, aunque lo intente,  lo que hace por mí. En él todo es sosiego. Sus palabras son limpias como alcaravanes de oro que regresan de una niñez de naftalina y vuelan sobre mis ojos levantándome, salvándome del lodazal en que había caído. Es verdad lo que él dice: no tengo derecho a estar tan triste, ni a respirar tanto aire derrotado. Me muestra despacio el ejemplo de su vida, la nostalgia del pueblo, la ausencia fraternal,  la enfermedad terrible de su padre... Y, a medida que me va hablando, interiormente pido perdón al mundo por quejarme, por mostrar, sin ningún motivo, a los demás, a ese puñado de gente que aún me quiere, el insoportable hedor de mi tristeza, la pústula sin cerrar de mi amargura.

 Al pie de los suyos, mis problemas son tan leves que ahora siento vergüenza de no haber sabido ver, quizá por puro egoísmo o por torpeza, los ángulos  positivos de mi vida. Tengo muchos trozos de luz a los que agarrarme para iluminar día tras día, a cada instante, esta oscura y terca tristeza que me ahoga. En la conversación que hoy sostuvimos lo sentí tan uncido a mi desolación que reverberé abrazado al entusiasmo que transmitía su voz. Su humanidad puso sobre mi dolor gasas de olvido.

Tras una sencilla llamada teléfonica, conectó en un instante mi alma a la alegría. Por eso, y por otras razones, tengo en él, en mi predilecto primo Bernardino, una columna de fe a la que agarrarme cuando la vida se agrieta entre mis dedos. Aunque vive lejos, en Valencia, sigue aquí, como un soplo de viento infantil de esa dehesa en la que tenemos enraizada la memoria, la fibra más limpia y azul del corazón, la que sigue aún atándonos al temblor de la inocencia que transpira en la paz de la niñez perdida.



jueves, 19 de abril de 2012

La inutilidad

Lo que medio sé hacer no sirve para nada. Dibujar el paisaje con palabras y encofrarlo en un enjambre de versos diamantinos es, a mi modo de ver, una necedad, una inutilidad sin fundamento. Ni siquiera me sirve ahora la poesía. Las metáforas duelen como ortigas sobre el barro. Para nada sirvo. La nada habita en mí, avanza en mi corazón serenamente, con la lentitud de una oruga en el envés de la hoja de un olmo. Sólo existo en el silencio, en la corteza lánguida del frío que abraza los muros sin luz de mi conciencia. Para nada sirvo. Entonces, ¿qué hago aquí? Sólamente me salva el amor de una mujer. Ella me ata a la tierra y me hace olvidar, algunas veces, la inutilidad que me identifica. Sobrevivo por ella. Atado a sus gestos soy persona y me aleja de lo que soy por un instante. Si no fuese así quizá no existiría y ya sería parte del frío y el silencio.

lunes, 16 de abril de 2012

Abuelo Alejandro

Nadie mandó nunca en ti. Eras un ácrata. Vivir y dejar vivir era tu lema. En tus ojos azules cabía tanta dignidad, tanta sencillez, que, al mirarte en mi niñez, tu humanidad feliz me deslumbraba. Me acuerdo de ti, a diario, muchas veces. Cada día soy más como tú, lánguido abuelo. Soy un solitario libre. Tú lo eras. Cuando alguien me nombra siento, un instante, en mi interior la emoción circular de tus brazos sosteniéndome como lo hacías en los días de mi infancia. Hoy que todo es más triste, me aferro a tu memoria, al sonido de tus pisadas recorriendo la luminosa inocencia del ejido por el que me llevabas cogido de la mano.

Hay una flor de nieve en mi interior que tu ausencia recoge y pone al socaire del invierno para que un golpe de luz la vivifique. Mi dolor es así, como esa lenta flor de nieve que tu recuerdo saca al exterior. Hoy me agarro un instante a tu hermosa libertad, aquella que predicabas con tu ejemplo. Hoy sólo quiero vivir tranquilamente, y que me dejen hacerlo, y que me olviden, en esta jodida y triste sociedad que sí tú conocieses, como yo, despreciarías.

Ya corto, no quiero cansarte. Sólamente quería decirte dos cosas, que te añoro y que sigo los pasos de tu clara sencillez. Azulado Francisco de Asís, siervo del viento, libélula aposentada sobre el musgo. Agarro tu flor de nieve, ya hecha luz, y a tu lado respiro, en tu ausencia sideral. Y, de pronto, el dolor se me va como una liebre. Tu recuerdo en la tarde es como un pájaro de anís. Ácrata de los álamos y el granito. Me encierro en tus ojos azules, tan humanos, y, al hacerlo, vuelvo a sentir que aún sigues vivo.

domingo, 15 de abril de 2012

Un puñado de amigos

Mientras más envejezco más me gusta saborear la lentitud sagrada del silencio, ese que entra en el alma y se te queda aleteando como si quisiera en ella hacer su nido. A veces el silencio suele llegar acompañado de una soledad feliz, gratificante; sin embargo, otras viene abrazado a la mirada o al gesto de alguien con quien compartes una amistad que viene de lejos y en tu alma echó raíces que nadie podrá, aunque lo intenté, arrancar nunca.

Los mejores amigos son más profundos cuando callan, cuando con su silencio enriquecen nuestro espíritu. Los míos, que son muy pocos pero auténticos, saben callar cuando en mi interior hay árboles doblados por el vendaval de la tristeza. Ellos entienden que, a veces, sobran las palabras, que no sirve de nada el resplandor de su sonido. Al dolor, por ejemplo, suele escocerle en ocasiones esas frases pintadas de estúpida alegría. Y, al contrario, la luz de algún gesto, la mirada, la complicidad de un paseo por el campo pueden lograr que una tarde lenta y gris se convierta, de pronto, en el temblor de una mañana perfumada por la cantiga de los pájaros bailando en las ramas floridas de un saúco.

Hoy domingo, 15 de abril, aunque en el campo flotaba una angosta luz de cieno y hulla, un puñado de amigos ha visitado mi silencio, mi enclaustramiento lánguido. Y lo oscuro -el plomo del aire y el frío de la hierba- se ha evaporado enseguida, en un instante, cuando mis amigos han vertido sus palabras donde estaba enterrado el cincel de mi esperanza. Han hablado, han reído conmigo, me han mimado. Ellos, tan pocos y tan fieles, tan auténticos (Serafín, Paco, Angelita, María del Valle) han pintado en mis ojos la parábola de un sol: un puñado de luz que al irse ha dejado parpadeando una vela almendrada en una esquina de mi alma, donde ya no tiene cobijo la tristeza, ese musgo de olvido que crece en la piel de la amargura.

viernes, 13 de abril de 2012

Violines y ruiseñores

En el cementerio hay una paz sin fondo y un silencio hecho de nubes. Los cipreses como lápices lánguidos dibujan garabatos de sombra y ceniza sobre el mármol de las tumbas. La gente se arremolina frente a mí y empiezo a leer un fragmento de mi libro. A la vez, mientras toman cuerpo mis palabras en el aire cobrizo del atardecer, la música de un violín inunda el mundo, la realidad que habito en ese instante. Siento dentro de mí nacer un río, una línea de agua llena de góndolas y peces.

Presentamos mi nueva novela. Soy feliz. No lejos de mí, Joaquín y Manolo son siluetas a las que me aferro en el atardecer para sentirme más firme y más seguro. Natalie Wood parece vigilarnos: sus ojos son grandes como círculos de olívano. Sé que no venceré mi timidez. Mientras hablo, observo a la gente que me mira esperando tal vez que diga algo interesante. Pero Manolo y Joaquín, que hablaron antes, ya lo han dicho todo mucho mejor que yo. A mí ya sólo me queda concentrarme en las notas delgadas, violáceas del violín que acompaña a mi voz y cubre el temblor de mis palabras de un resplandor sagrado que me oprime.

A la par que gime el violín, por un instante, oígo a mis espaldas el gorjeo de un ruiseñor. Quienes me acompañan quizá no lo han oído. Pero yo, de soslayo, observo oculto en un rosal, tras el hermoso cartel de Natalie Wood, el dibujo de un pájaro ocre que se mueve y salta en la sombra como un equilibrista. El silencio, no obstante, parece ser el rey de esta tarde romántica en la que presento mi novela en la soledad de un cementerio urbano acompañado por un grupo de amigos bajo un frágil concierto de violines y ruiseñores. Esta tarde aquí, en Córdoba, el mundo está bien hecho. Abril se eterniza dentro de mi corazón, y la realidad es más pura y transparente mientras llega la noche y la ciudad, lejana y sola, frente a mí aparece callada, en equilibrio.

viernes, 6 de abril de 2012

Pinceladas

La paz de la luz alimenta mi alegría. El campo aparece delante de mis ojos como un animal muy lento que se tiende bajo un puñado de nubes. Soy feliz. Ante mi casa el horizonte vuela. Observo el silencio erguido de un ciprés y, aún más allá, cosidas por el aire, olas de hierba meciéndose despacio, retamas dobladas como campesinas artríticas.

Mis ojos son parte de la Naturaleza; mi pensamiento, la línea de los chopos que puntean la melancolía del Lanchar, el arroyo que envuelve mi perplejidad de niño. Amo esa lentitud de las alondras cincelando el espacio, la honda claridad. Todo sería perfecto en esta hora, sino fuera por esa pátina grisásea que, a unos metros de mí, no lejos de mi casa, dibuja el cansacio, el llanto silencioso, la quietud cadavérica y desnuda de los años pudriendo las ramas sin hojas de una encina.

jueves, 5 de abril de 2012

Semana Santa

Tarde morada. Paseo por el campo. Me encuentro con Dios en la Naturaleza; es algo que me sucede desde niño. La primavera, tras la llovizna dulce, empieza a mostrar su verdadero rostro: la acuarela del viento pintando el alma del paisaje, decorando la sencillez de los arroyos, tiñendo de oro la voz de los caminos. Esta es la Semana Santa que hoy admiro.

A mi alrededor cantan los trigueros, vuelan las abubillas. Voy con Dios; el silencio es la música que envuelve mis pisadas. Llega de Fuente la Lancha un blando eco de tambores mezclándose con una luz de minio. En unos minutos, oscurecerá, pero aún queda en el aire un leve resplandor abriéndose paso entre nubes de cuarcita. A la orilla de un chopo, en mansa procesión, una hilera de orugas va buscando su refugio en el follaje de la oscuridad. En medio de esta silvestre soledad soy profundamente feliz, me siento en paz. La mirada del cielo calma mi ansiedad. Voy con Dios. Eso es todo. He dejado atrás mi cruz, la tristeza que me pesaba. Lloverá, antes de que anochezca, lloverá. Prosigue la procesión de las orugas. Vuelvo a sentir la inocencia que perdí, mientras cae entre mis ojos la capa del silencio mecido por la lentitud de la llovizna.