martes, 31 de enero de 2012

El candado

Cuando noto que el mundo se va fragmentando en torno a mí y la pobreza es el único paisaje en el que tiendo mis ojos, ato a mi voz un candado oxidado lleno de preguntas. Me cierro en mí mismo y me digo ¿cómo andar? ¿cómo seguir caminando sin caerme? No es posible, nunca lo ha sido, ser feliz cuando los demás son desposeídos de lo poco que tienen: un rincón donde esconder y rumiar su pobreza mientras todo se desangra. El mundo está en manos de un puñado de mangantes: la baba del capitalismo ha ido asfixiando con su olor pestilente la inocencia de los frágiles. A veces, cuando echo la vista al exterior percibo el dolor de la gente que se cae y, en su caída, mi corazón se agrieta fragmentándose en mil añicos como un cántaro. Nunca pensé que pudiera ocurrir esto: la vida es como una cerveza disipada puesta en los labios sin pulso de un borracho con la camisa llena de lamparones. Miro a mi alrededor: sólo hay desdicha, un desequilibrio galopante y terco. Los ricos, más ricos; los pobres, aún son más pobres. ¿Para qué sirven hoy, por tanto, las palabras? ¿Que valor tiene hoy el resplandor de la decencia? Cuervos, grajos, urracas, lechuzos, buitres negros devoran los ojos sin brillo de los débiles, el corazón de los desamparados. Las palabras, los gestos no sirven, ni el amor, ni siquiera el amor puede borrar mínimamente el agujero inmenso, sideral, que el fascismo económico, el atroz capitalismo ha abierto en la herida de nuestros pensamientos. La desolación burbujea en nuestras almas. Da asco vivir entre tanta podredumbre. Es mejor callar, hundir la lengua en el silencio que habita la paz sin fe de los mendigos. Por ello, pondré un candado aquí, en mi voz, sellaré mi inocencia y esconderé mis ojos en el panal de la melancolía. Cerraré con candado el hilo de mis lágrimas, dejaré que el mundo me miré y, sin embargo, yo no veré otra cosa que el vacío. La pobreza está cerca. A mí también me tocará. Perderé mi trabajo y seré, a partir de entonces, otro candado oxidado puesto al sol, cerrando una puerta tras la que malvive el sueño, la desesperanza azul de los vencidos.

miércoles, 25 de enero de 2012

Valencia

He llegado cansado del viaje. Al fin rompí la inmovilidad en la que suelo yacer siempre para desplazarme a una ciudad hermosa que, hasta ayer por la tarde, aún no conocía. Por varias razones me apetecía ir a Valencia; una de ellas, importantísima para mí, era por ver a mi primo Bernardino. Tantas veces me había ofrecido hacer el viaje y, también, tantas veces yo lo había decepcionado que, en esta ocasión, no podía negarme. Además, el Ayuntamiento valenciano me había invitado a hacer una lectura de poemas en un lugar emblemático de la ciudad, el Palau de la Música. Ya no podía esgrimir ningún argumento para eludir el compromiso. No podía negarme, pues también iba a compartir mi lectura poética con el cantautor Pablo Guerrero, quien lleva en sus versos el corazón de la Serena y mantiene conmigo una amistad llena de ríos, de pantanos sublimes, de llanos y horizontes donde se abrazan los cielos y las encinas.

Pasó la lectura, volaron los versos y el Palau quedó atrás en la noche, aletargado en el silencio como una diadema de plata y pedernal coronando una noche de estrellas y eucaliptos. Luis Enrique y Silvia, amables, jóvenes, vitalistas grabaron en varias imágenes el encuentro. El Turia, un río inexistente, fantasmal, dibujaba entre árboles el corazón de una avenida que, a lo lejos, se difuminaba entre automóviles y un bosque parpadeante de semáforos. Cené y dialogué con poetas, mientras Pablo, escondido dentro de sí, tenía en los ojos el insomne aleteo de un alcaraván sin nido. Luego vino el descanso, el sosiego del hotel. Y a otro día, hoy mismo, esta mañana, hace unas horas, apoyando mis ojos en la mirada de mi primo recorrí una ciudad cargada de metáforas, de edificios ingrávidos y metálicas palomas. La ciudad de las Artes y las Ciencias se tendía como un guerrero indolente y gigantesco en el perfil de una luz de piedra pómez, una luz que absorbía el misterio de las nubes. Y yo lo miraba todo y lo sentía con los ojos y el corazón de Bernardino. Catedrales y estatuas, murallas, conventos, y avenidas ocupando el espacio de un río paranormal que está sin estar en la ciudad de los naranjos, gobernando la luz, el resplandor de un mediodía que en Valencia huele a eucaliptus, a roca húmeda. Luego, de nuevo el AVE y el regreso a la inmovilidad y a este refugio donde guardo ahora mismo los sueños, las esquirlas de un viaje muy dulce que nunca olvidaré e impregnará para siempre mis sentidos, mis labios, mis ojos, las calles de mi alma con la dorada paz de los naranjos y las dulces estatuas dormidas junto al Turia.

domingo, 22 de enero de 2012

El "no" de Vargas Llosa

Lo peor que puede ocurrirle a un escritor es convertirse en un personaje público. A mi modo de ver, ahí termina su carrera, pues, aunque no quiera, pierde una parte de su ser y su intimidad queda rota, cercenada por la guillotina de los flashes y los aplausos. Es lo que le ha ocurrido a Vargas Llosa: su fama le ha ido alejando de sí mismo, hasta convertirlo en una marca literaria que no tiene nada que ver con la calidad, o la no calidad, de lo que ha escrito hasta el momento. La fama, cuando es buscada, no perdona y cae sobre el escritor que la anhelaba con la audaz persistencia de una sombra terca y dulce que, al final, termina borrando su identidad, la originalidad que antes se le suponía. El escritor debe ser no sólo esquivo, sino independiente, rebelde e incluso apátrida. Un poeta o un novelista debe ser sólo un náufrago herido en una isla de silencios, un ser expulsado de una realidad vulgar que debe buscar su alimento, la palabra, dentro de una soledad llena de incognitas. La fama es el faro que desorienta a los creadores.

Mario Vargas Llosa siempre quiso ser famoso y, aunque ya lo era, aún lo consiguió ser más una vez recibió el Nobel de Literatura. Así logró, de un modo fulminante, convertirse en carne de los telediarios y en él comenzaron, casi inmediatamente, a pesar mucho más las sombras que las luces. Finalmente su intimidad, nunca escondida, terminó cobijándose en un tarrito de cristal rebosante de una sustancia dulce y fatua que engolosinó a ciertos políticos moscones que, de entrada, comulgaban con sus ideas. Él se dejó llevar por la corriente y se pavoneó ante sus cortejadores con el aire engolado de una tórtola suicida que en la altivez de su vuelo engalanado no percibe el olor anticipado de la pólvora que la espera apostada en el silencio de un cartucho. A Mario, antes de ser Nobel, hace unos años, le lanzaron una traca de fuegos artificiales para que aceptara un cargo muy importante. En aquella ocasión, la oferta pirotécnica se la puso en bandeja un Presidente con bigote. Y hace sólo unos días, la misma propuesta telescópica, como un acróbatico ejercicio de moviola, se la ha vuelto a ofertar el amigo y sustituto del Presidente antes mencionado. Pero claro, Mario es altivo, mas no tonto, y ha vuelto a dejar a sus amigos en la estacada; como suele decirse: con las posaderas al aire. Ha vuelto a imponer, por segunda vez, su "no". Y, a mi modo de ver, ha hecho bien con rechazar el puesto ofrecido, pues así, de alguna forma, sin haberlo querido, ha logrado conectar con el escritor peruano afable y lúcido que, antes de ser famoso, incluso antes de venir a España y recalar en Barcelona, aspiraba a ser sólo un lírico ebanista, un modesto y valioso carpintero del lenguaje. La madera, no obstante, la fue abandonando en el camino y así sus palabras, mágicas y límpidas al principio, se fueron volviendo más densas y más sinuosas. De todas maneras, ahora con su nuevo "no" ha vuelto a evocar su lejana rebeldía, la que nunca debió olvidar, ni abandonar, junto a su independencia, cuando obtuvo hace dos años el muy merecido y valioso Premio Nobel.

miércoles, 18 de enero de 2012

Ornitología

Siempre he declarado mi enamoramiento de las aves. No sé si me gustan igual o más que los libros. Aprendí a leer en la Naturaleza, observando el sinfónico vuelo de los pájaros. Nunca olvidaré el dibujo de sus alas, sus siluetas fundiéndose en el bastidor de un cielo que era de nata y limón sobre el silencio que habitaba los campos de mi infancia. Entre las nubes escondía mis ojos desnudos y se llenaban de silbos de mirlo o de piruetas de torcaces que se alejaban llevándose en su huida el milenario dolor de la dehesa, el misterioso temblor de los caminos. El campo era una biblioteca con estantes hechos de sol, espliego y melancolía. La misma melancolía que volvió a adentrarse en mi alma la tarde del domingo, disuelta entre los cabellos de la lluvia que caía en el granado del patio de mi madre con esa reconfortante mansedumbre que tenían los atardeceres lentos, húmedos, de aquellos inviernos en que el aire ataba líquenes y el campo era un libro que, en el frío, iba entreabriéndose igual que una enciclopedia hecha de nubes.

Lo de la otra tarde me hizo recordar la quejumbrosa inocencia de aquel frío. Bajo una atmósfera lánguida, irreal, observé una escena que me sobrecogió: a menos de un paso del tronco del granado, amparado por la soledad de una maceta, un alcaudón devoraba sin piedad el corazón de un pobre gorrioncillo. Jamás había contemplado una estampa así, ni siquiera en el campo, a lo largo de mi vida. La lluvia caía como un relieve de cristal mojando el plumaje gris del alcaudón ubicado a sólo unos metros de donde yo estaba, en el comedor de la casa de mi madre. Y ella también pudo ver, sobrecogida, cómo el pájaro grande daba cuenta del pequeño. Recordé, mientras estaba mirando embelesada el dibujo de las dos aves entre la lluvia, los ojos que ella tenía en aquel entonces, cuando yo aprendía a leer en la Naturaleza el maravilloso misterio de los campos, la desolación feliz de las encinas. Y aunque vi en la mirada de mi madre el mismo azul que destellaba en la flor de aquellos años, observé cómo el tiempo ha ido entrando en sus pupilas impregnándolas de una luz desmadejada, robando el antiguo temblor de su frescura.

Estuvimos mirando unos minutos más la escena, ajenos a las lágrimas del atardecer que, abrazado a la lluvia, iba cayendo en las paredes como una anciana decrépita y artrítica. Hasta que encendí la luz del comedor y el alcaudón alzó el vuelo y se alejó dejando en el patio el cadáver blanquecino del pobre gorrión casi devorado. De repente, sentí que la lluvia entraba en mí e iba esponjando mi espíritu de musgo. Después me escondí en los ojos de mi madre, tan lentos y azules como lo eran aquellos años en que aprendí a leer la voz del viento, el dolor de la piedras, el silábico quejido de las retamas tosiendo con la escarcha, cuando el campo era la biblioteca de los pájaros y yo me iba adentrando en la luz de la Ornitología.

sábado, 14 de enero de 2012

Cómicos

Los días pasados me hallaba bastante deprimido. La tristeza es un lago detrás de una ventana, a la que últimamente me asomo demasiado. A veces, se me va el cuerpo y caigo al lago, chapoteo en el agua e intento estar a flote, pero, al final, me hundo en la tristeza. Si escribo es para escapar del desaliento y encontrar un fragmento azul donde esconder el pedazo de claridad que aún me sostiene. Pero el hueco de la tristeza, su ventana, es demasiado grande y atractivo. A veces tira de mí como un imán, como si me ofreciera un decorado insólito en el que vaciar mis penas más profundas: la sagrada quietud de un bosque sugerente sobre el que flota un cielo puro y ancho donde, no obstante, sólo vuela el viento arrastrando las lágrimas de una golondrina.

Estos días de atrás, como he dicho, estuve triste. Pero ayer, aún no sé por qué, todo cambió. A pesar de ser viernes y 13, desperté con un pellizco de luz en las entrañas. El día transcurrió en general sin incidentes; pero fue por la tarde, al volver de pasear, cuando mi ánimo creció sin esperarlo y, al fin, mi alegría salió de su escondite. Ocurrió casualmente, cuando contemplé un anuncio donde un manojo de cómicos famosos hacen un homenaje al inolvidable Gila, maestro de los humoristas españoles. Embebido por el mensaje de ese spot patrocinado por la empresa Campofrío, me dejé llevar por los abrazos y las sonrisas de Chiquito de la Calzada y sus compadres.

Todo eso lo vi en una entrada de you tube. Luego, unas horas más tarde, en televisión disfruté más que nunca con el show de José Mota. Sus críticas a Ángela Merkel y Sarkozy fueron la levadura necesaria para que creciera el pan de mi alegría. Algo vino de fuera y, de repente, me habitó, un cálido virus de felicidad celeste que elevó las pavesas de humor que aún había en mí y las derramo en mis ojos ateridos. El milagro, sin duda, fue propiciado por los cómicos: esa raza de hombres que, antaño, iban de pueblo en pueblo como alquimistas anónimos y humildes convirtiendo el dolor y las penas de la gente, igual que hoy lo siguen haciendo, en alegría.

viernes, 13 de enero de 2012

Las palabras vacías

Me gusta habitar el silencio, acariciarlo para luego llenar las palabras de sentido. Es como entrar a un lugar deshabitado, libre de luz, de musgo, de sonido, y deambular de un lado para otro sintiéndote a gusto, sin ganas de salir, recreándote sólo en la paz que te circunda. Es bueno estar solo, o mejor sentirse solo, muchas veces al día, dentro de uno mismo. Hasta hace unos años me agradaba caminar, pasear con la gente por algún paisaje ameno, sentir junto a mí el hueco de una voz, el aliento de alguien, el murmullo de unos pasos compaginándose al ritmo de los míos. Ahora, en cambio, me siento mejor cuando voy solo, con los ojos desnudos, rodeado de silencio, o de soledad que suele ser casi lo mismo. Oigo día tras día tantas palabras miserables, tantas frases sin fondo, tantos nombres grises, gélidos, que ya sólo aspiro a vivir junto al silencio, gobernando los pájaros mudos de la tarde que aletean despacio buscando la penumbra, acariciando el sigilo de las sombras que me ven caminar sin preguntarme a dónde voy.

En la soledad me escondo y viajo a gusto. Aunque me gusta hablar, a veces callo. Para llenar las palabras de emoción, de dolor o alegría, de esperanza o de tristeza, hay que esconderse antes en el silencio, apagar la tele, cerrar los oídos sin temor a las estupideces que dicen los políticos (algunos, no todos) y otros saltimbanquis, ese tipo de gente que intenta siempre dirigirnos y, a cada momento, nos toman por imbéciles. Los miras a los ojos y ya lees su corazón, pues la falsedad brilla en sus pupilas. Entre sus labios se mueren las palabras antes de salir, se llenan de vacío, salen faltas de fe, de ternura y de emoción, porque su lenguaje es selvático y hermético. Las palabras no sirven, son lápidas de nieve, si después los hechos, al final, las contradicen. Eso suele ocurrirles a los parlanchines vacuos. Ellos no se fían nunca del silencio. Pero en el silencio no cabe la mentira; dentro de él sólo habitan las voces de los justos, las que nunca salieron porque cerraron su sonido antes de aletear dentro del aire. A ellas, a esas voces del reino del silencio, a esas palabras tiernas, hondas y limpias, que pronuncian aquellos a los que nadie les escucha debido a que son pequeños, pobres, humildes, quiero agarrarme ahora con mi ánimo, con la soledad que flota aquí, en mi espíritu. Prefiero habitar el reino de los frágiles, de los desheredados, de los que nada tienen, antes que llenar mis palabras de ese oro, devaluado y servil, que vive entre los labios de aquellos que engañan e intentan dominar, con su falso lenguaje, el corazón de los sencillos.

miércoles, 11 de enero de 2012

Entre dos luces

No hay ningún motivo para la esperanza, ni tampoco para la alegría. Todo es gris. La tarde es un cuervo que gira en torno a mí, aletea y se posa en la levedad del viento como un huérfano degollado por el sol. Por el camino, mi espíritu es de arena. No muy lejos, a unos metros, la luz se quiere levantar sobre las sombras de una pared ya en ruinas. En la lenta caída del atardecer, al llegar al pueblo, miro alrededor, abro el silencio, limpio sus rincones, y sólo escucho palabras de ceniza: en la radio, en la tele, en la gente que me habla. Hay muchos motivos para el desaliento. Recortes, impuestos, impuestos, recortes, paro... ¿Quién puede creer que esto cambiará? La felicidad se pudre a un paso mío, es un ramo de flores pisoteadas por la luna que, hace sólo un instante, acaba de surgir. Si miro adelante, veo un futuro jorobado, con muletas de plomo. La pobreza crecerá, mientras se intente alzar la economía ahogando a los más débiles con impuestos, inmovilizando sus sueldos miserables, ofreciendo a los pobres el ricino del silencio, porque aquí ya nadie puede protestar.

No hay ningún motivo para la esperanza. Hace algunos minutos, mientras paseaba por el campo, observé en un arroyo el agua oscura de mi vida deslizándose entre los huertos abandonados, avanzando en la nada como un cuenco de cristal que el agua mecía entre juncos sin raíz. Luego, ese cuenco vacío se quebró y en mi cerebro zurearon dos palomas bajo la penumbra del anochecer. Sólo pude pensar, con mi cerebro a ciegas, en el tictac de la oscura economía, en la mierda de mundo que me ha tocado conocer, mientras las palomas salían por mis ojos convertidas en lágrimas. Llegué a pensar en eso: en que ya no hay salida. El país se ha derrumbado y lo peor es que nadie lo ha de alzar. La tristeza, sin duda alguna, ha de crecer y se ha de subir en los hombros de los pobres y en sus ojos habrá de anidar como un gran búho que se alimentará del cielo gris.

Todo eso reflexioné esta tarde fría; pero, al llegar a casa, sin embargo, eché mano a un libro "Córdoba entre dos luces", magníficamente editado por El Páramo: un manojo de fotografías extraordinarias muy bien realizadas por Antonio Jesús González y unos textos escritos por mi amigo Antonio de Egipto con una extrema y sutil sensibilidad. Nada más rozarlo, el libro me absorbió. Cerrado entre sus palabras y sus imágenes, sentí que en mi alma entraban ruiseñores mientras mi corazón, aún inocente, embelesado observaba la mezquita y los edificios de la Judería en un equilibrio armónico y feliz que dialogaba, a solas, con el sol. La Córdoba antigua y la joven se abrazaban, se mimetizaban, bailaban con la brisa en la dulce arboleda que hay en la plaza de Colón. La estación del AVE reverberaba en el crepúsculo con una ebriedad de cristales soñolientos. Fotos, palabras líricas, paisajes de una Córdoba adormecida "entre dos luces". Me dejé acariciar y mecer por la poesía, por el magnetismo mágico del libro que tenía entre mis manos y los fantasmas se alejaron. Se fueron las sombras de la oscura economía, y me olvidé de impuestos y de recortes, de Rajoys agoreros, de ministros insensibles que han degollado la flor de la Cultura. Y, por un instante, cinco o seis minutos, creí que aún era posible la esperanza, la fe en un mundo más justo y más humano, más poético incluso. Tenía la ciudad, a "Córdoba entre dos luces", ante mis ojos, desparramada, desnuda, entre mis dedos. Conseguí esconderme en una burbuja de silencio y en mi alma, un instante, estalló la fantasía y volví a creer que aún es posible la alegría y el leve milagro de la felicidad.

sábado, 7 de enero de 2012

1987

La vida está urdida por hilos luminosos, por hebras de melancolía indescifrable que, invisiblemente, guían nuestros pasos sin que nosotros seamos conscientes de ello. A veces, azarosamente, surge algo, un punto de luz que viene de muy lejos y, al rozar el presente y posarse en nuestro yo, produce en nuestro interior una sensación paradójicamente amarga y dulce al mismo tiempo, la emoción que produce rozar lo inalcanzable en forma de imagen o sueño presentido sabiendo que éste, al final, es sólo humo. Un día, por ejemplo, llega un amigo y te regala, en un deuvedé, un trozo del ayer, un fragmento de tiempo que tú desconocías y, sin embargo, al caer entre tus manos, te devuelve intacto un pedazo de tu vida, en cuanto que dentro de sí contiene voces, rostros, siluetas y figuras familiares que formaron parte de tu íntimo universo, un universo que, en este caso, es niebla, bruma traspasada por una brisa matutina.

La vida es la suma de veloces coincidencias que, a veces, producen un cálido espejismo. A mí, más de una vez, me ha pasado esto, la conjunción de un par de coincidencias me ha concedido un regalo imprevisible. Sucedió ayer mismo; llegó un amigo e introdujo en mi ordenador un vídeo interesante filmado en 1987. El documento visual es de Pascual Blasco y, en la cinta, aparecen imágenes y estampas de una Semana Santa prodigiosa que yo, por desgracia, no pasé en el pueblo. Por eso, y por otras razones emotivas, me puse enseguida a visionar el citado vídeo guardado en el corazón de mi portátil. Coincidió todo esto con una azarosa circunstancia. Hacía sólo dos noches que yo había soñado con mi padre. Fue un sueño muy claro, extraordinariamente vívido, y recuerdo, con una asombrosa precisión, que, tras preguntarle a él si estaba muerto, me respondió, sonriendo, lo siguiente: "me verás muy pronto. Para ti yo sigo vivo. Luego, otro día, hablaremos del asunto". No es preciso decir que desperté muy emocionado a causa de la experencia de esa noche y, unos días después, al abrir el vídeo de Pascual intuí que mi padre podría aparecerse (de él no guardo grabada ninguna imagen audiovisual) escondido en algún recoveco de la cinta grabada en la parroquia de San Mateo una tarde de Jueves Santo, en los Santos Oficios.

Ante mis ojos fueron desfilando, mecidas por una música sagrada, muchísimas caras de gente que ya ha muerto. Mi corazón era el manto de un trigal a punto de ser mecido por el viento. Me encontraba expectante, mudo, sostenido por una emoción imposible de medir, cuando apareció la imagen de mi padre flotando en la hilera de rostros familiares que, en un orden perfecto, iban a comulgar. Al llegar ese instante, me quebró un golpe de luz y empecé a llorar para dentro, como, a veces, suelo hacer cuándo mis lágrimas se agolpan como piedras movidas por una claridad diáfana. Sí, ese era el regalo que los Magos, atendidos quizá por el alma de mi padre, habían acercado a mis ojos inocentes. Hacía muchos años, quizá desde que era un chavalín, cuando aún creía en los Reyes a pies juntillas, que no había tenido un regalo semejante: mi padre mirándome aún vivo, recorriendo la distancia que le separaba de un altar donde años después, cuatro exactamente, se iba a despedir de mí e iba a fundirse en la insondable quietud de lo infinito. Pero ahora está ahí, aún vivo, en una cinta que veré una y otra vez, sin descansar, para volver a encontrarme al lado suyo en aquel Jueves Santo de 1987, donde, sin estar, también estuve de algún modo, comulgando con él, fundiéndome en la luz, en esa limpia, enorme claridad que él y yo, algún día, podremos compartir, cuando mi tiempo se haya derrumbado, la eternidad quepa en una lágrima y no exista pasado, presente ni futuro.

miércoles, 4 de enero de 2012

La cáscara de naranja

Es curioso como el tono de una canción (el esbozo de una melodía lejanísima) nos lleva, al oírla, de repente y sin pensarlo, a un lugar luminoso y concreto de nuestra nostalgia. Hace ya unas semanas, a mitad del mes de diciembre, prometí a un amigo evocar en este blog una grata experiencia que ambos habíamos compartido muchos años atrás, cuando éramos pequeños y los días transcurrían con el paso perezoso, singular y agradable, de los mastines en el verano. La verdad es que me apetecía escribir de aquello; sólo había que esperar la visita de las musas o de la inspiración, pues sin ellas no soy nadie. Luego, me fui olvidando del asunto, pero, de repente, esta tarde entré en you tube y hallé casualmente una vieja canción de los 60 que me hizo rememorar nítidamente, con una consoladora exactitud, los viajes que hacíamos en el coche de mi padre (un humilde Seat 600 de color gris) cuando íbamos de pesca a cualquier pantano por carreteras estrechas y bacheadas que parecían conducir a ningún lugar aunque, al final, siempre daban con el agua y una orilla de juncos tras la que saltaban barbos y, a veces, unas carpas soberbias, formidables, que la luz del sol irisaba tiernamente sobre el mantel del claro mediodía.

Eran jornadas de pesca deportiva en las que se mezclaban el ocio y la paciencia con una alegría insólita, sonora. Todo eso ha acudido a mi mente hace unas horas, cuando oí en you tube la canción "Todo cambió": una linda versión de "No milk today" de "Herman´s Hermits", interpretada por el grupo Los Gatos Negros. Ese mismo tema antaño sonaba en mi interior, hablo de 1967, muy concretamente un día que fuimos a Puente Nuevo y Quico Murillo, el padre de mi amigo Antonio (a quien le prometí un día escribir de esto), nos iba contando a su hijo y a mí una hermosa historia que hablaba de un bandolero de la zona, según él le llamaban "Antoñito el Vagonero", que extraía la pólvora de las cáscaras de naranja y con ella cargaba la munición de su trabuco. El relato, aparentemente ingenuo e insulso, en los labios de Quico adquiría una dimensión no sólo atractiva, sino épica y romántica. Recuerdo a mi amigo Antonio (menor que yo cuatro o cinco años) absolutamente absorto, embelesado ante la hipnótica voz de su progenitor que nos iba sumiendo a los dos, sedosamente, en una especie de éxtasis campestre, pues la sierra estallaba en una gama extraordinaria de cuarzos y rubíes, de esmeraldas y zafiros, con su manto de jaras, zarzas y lentiscos florecidos bajo la majestad de un cielo cálido sobre el que remaban veloces las torcaces y las primeras tórtolas de mayo. El discurso de Quico se prolongaba amenamente. Y mi padre ensalzaba la perorata de su amigo, quien iba adornando su relato sabiamente con un largo aparato de verbales pirotecnias y la fibra inaudita de un excepcional gracejo que a su hijo Antonio y a mí nos encandilaba, de tal modo que, finalmente, el otro y yo acabábamos viendo a "Antoñito el Vagonero" a la grupa de su albo caballo por la sierra sosteniendo en su mano el trabuco fantasmal con una grave y sórdida elegancia. Todo esto ocurría en 1967, por la carretera de Córdoba, junto a Espiel, y yo era sólo un chiquillo de diez años que llevaba grabada en su mente una canción, la versión de "No milk today", de Los Gatos Negros, una melodía de tanta solidez que, al volverla a oír esta tarde, ha removido las raíces de mi nostalgia y me ha ayudado a ofrecerle a Antonio Murillo, con afecto, este pequeño fragmento del ayer envuelto en la luz recordada de su padre, un hombre sencillo, dueño de un humor genial, que hizo que aquellos viajes hacia el pantano siempre fueran de un tono mágico, celeste, aunque ahora los vea pintados en tono ocre, el viejo color de la pólvora inaudita que un bandolero olvidado de la zona extraía, bajo el resplandor del sol, amparado por el abrigo de la sierra, de una humilde y frágil cáscara de naranja.

martes, 3 de enero de 2012

Luciérnagas

Hacía varios días que no escribía algo en el blog. El silencio se había apoderado de mi ánimo y, cuando esto ocurre, no tengo nada que decir y, si acaso lo tengo, no sé cómo expresar lo que, en ese momento, se dibuja en mi cabeza. Un manojo de telarañas anida en mí. Es como estar encerrado en un desván donde hay poca luz y uno debe imaginarse los objetos y las cosas que tiene alrededor sin saber cómo son ni qué forma o medida tienen. Ahí debe acudir la imaginación; pero ésta, en muchos momentos, también falla. Las ideas y las palabras, a veces, son salamanquesas que se escurren por una pared desvencijada sin dejarse coger. Si la inspiración no acude, las emociones son ramas desgajadas antes de florecer o fructificar.

El lenguaje es un tren que a veces no encuentra su raíl y mis palabras se habían descarrilado derramándose por un prado mustio y gris, a la misma orilla de la desolación. Mi inocencia y mi imaginación se habían secado; sin embargo, esta tarde, en el televisor, cuando más apático y triste me encontraba, observé una imagen que me devolvió la luz: unos niños, en mitad de un bosque japonés, corrían y saltaban bajo un manto de luciérnagas. Eran centenares, quizá miles de lampíridos. Había tal cantidad de lucecillas que caían en los brazos y en los ojos de los niños produciendo en ellos una sensación gratísima. El paisaje era un burbujeante resplandor. Y, ante aquella estampa sutil, cerré los ojos y por un momento me vi en aquel lugar. La infancia y la luz agarradas de la mano bajo el nocturno de un cielo japonés. ¿Qué imagen mejor para recibir el nuevo año que la de los niños rodeados de luciérnagas? Pues eso, que las luciérnagas nos guíen en los meses oscuros y plomizos que han de venir, según auguran los economistas y los políticos. Y que nunca, jamás, dejemos de ser niños para que la poesía nos cubra con sus alas y con ella venzamos la desolación y el asco que produce en nosotros, en unos más que en otros, esta sociedad materialista, vergonzosa y pútrida en la que nos tocó vivir, donde los poetas, los soñadores y los idealistas no tenemos cabida y somos tratados como parias.