jueves, 20 de diciembre de 2012

Marciano el taxista



Los pasos de ayer escriben las curvas de mi hoy a la vez que trazan las rectas del mañana, lugar en el que confluirán mis sentimientos junto a mi espíritu abierto, transformado en una sustancia distinta a lo que he sido.  Las frases son ojos que nos hablan del dolor, del amor y la ausencia que vivimos en otro tiempo. Y hay frases desnudas que, a veces, vienen a buscarme de una manera amable, silenciosa, con la calidad subterránea de esos topos que barrenan la luz sumergida en una tierra perfumada por los sonidos del verano.

Esta noche volvieron a mí sin esperarlo esas palabras-topo traspasando los limos dormidos que aún tapizan mi conciencia. Recordé una frase que venía de muy lejos atravesando un bosque de sonidos que intentaban cortar su paso presuroso: "esta siesta iremos los dos a cazar gorriones". Las palabras que he recordado eran elásticas y las vi tenderse al lado de una casa en cuya pared había un nido de murciélagos que chillaban bajo el temblor de la canícula como notas fugaces de un amargo violonchelo.

El hombre que las pronunció, un buen taxista, era entonces mi amigo; lo fue hasta que murió. Siempre hallé junto a mí el resplandor de su confianza. Dentro de él se fundían la alegría y la ternura conformando la autenticidad de su carácter.  En su rostro cabían muchos rasgos de Mick Jagger, el épico vocalista de los Stones. Y vestía muy bien: llevaba las flores más audaces dibujadas como tatuajes en su camisa. En sus ojos azules la siesta era una góndola en la que viajaba el murmullo de los huertos. Marciano, que así era el nombre de mi amigo, iba, a veces, conmigo a cazar gorriones soñolientos que habitaban la soledad del extrarradio. Lo recuerdo sentado debajo de una higuera, a unos metros de mí, apuntando con sus ojos hacia el más puro azul que gorjeaba entre las ramas y en la tierra caía roto en monedas silenciosas. La carabina de aire comprimido parecía una esbelta guitarra entre sus dedos.

Las sombras crecían y el murmullo de la siesta se acababa ahogando en la paz de las albercas. La tarde, ya afónica, intentaba desprenderse, lo mejor que podía, del ruido de los pájaros. A esa hora había gotas de sol casi disueltas sobre la timidez de las paredes. Y Marciano, el taxista, con un puñado de gorriones arrebujados dentro de una bolsa, me volvía a repetir: "mañana será otro día, y vendremos los dos otra vez a cazar gorriones". Entre tanto, yo me detenía casi absorto en el purísimo azul de sus palabras. Y así un día tras otro, hasta que el verano se nos iba, como él se me fue: se alejó hace algunos años para nunca volver en su góndola-taxi hacia un estío en el que los pájaros no necesitarán, como antaño ocurría, buscar la soledad que crujía en la frondosidad de aquella higuera bajo la que aún sigue sentada mi memoria esperando al amigo, al taxista que escondía en sus ojos azules toda la altitud del cielo.

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