lunes, 12 de noviembre de 2012

La pobreza




De nuevo, la pobreza como un cuervo está oteando en la paz de mi horizonte. Viene cansada, oculta en el gabán de los que roban almas y se alimentan con el cansancio de quienes se arrodillan con los bolsillos llenos de silencio y la mirada llena de preguntas. La pobreza es serena y andrajosa. Huele a ceniza, al frío bajo un puente, a la miseria que ceba el poderoso y a la inocencia que arde en el desahucio movido por aquellos que alimentan, con un desdén glorioso, la desdicha.

A mí me duele y ciega su fulgor. Es la pobreza que hociquea en la mansa luz de los que solo esperan descansar después de batallar contra el olvido, la misma que resbala en la mirada perversa y azulada de los príncipes que habitan los salones dieciochescos en los que nunca se adentrará el amor ni la ternura de los desprotegidos. Nada ha cambiado: es la misma que en mi infancia acariciaba el dolor de las pellizas, aquellas que la escarcha bendecía al lado de una hoguera fraternal, en las cocinas sin luz de los pastores, donde se oía el gemido de las ánimas alzando su plegaría al universo.

Jamás me olvidaré de la pobreza: sus pies de musgo no han parado, desde entonces, de caminar al compás de la penumbra. Y ahora vuelve a buscarme como antaño, igual que tantas veces me ha buscado, para hilvanar su tela de óxido y dolor en las concavidades de mi espíritu. Y ya no puedo ni sé cómo evitarla. Me arriesgaré a buscar cobijo en ella, pues nada podré hacer de aquí a unos meses -cuando me arrastre el brumoso río del paro- que no sea abandonarme en la humedad, perfecta y circular, que la pobreza deja en los ojos sin fondo del que espera no más de la caricia de una mano que pueda soportar sobre el silencio el peso alegre y suave de una nube.

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