sábado, 20 de octubre de 2012

La llamada de Santos



Llovía delicadamente en la ciudad. Fue hace pocos días, no más de una semana. Madrid, bajo el manto gris de la llovizna, sumida en un denso barullo de paraguas y el brujuleo nervioso de los taxis, era un negro zarzal con rosas fluorescentes. Aún gravitaba en la esquina de una calle (la carrera de San Jerónimo, al final)  la huella feliz de una rebeldía sin mácula, el olor de una lucha hilada por el ánimo de una juventud que envejece sin futuro, con los ojos doblados por la incertidumbre escrita en la durísima cáscara del miedo y en el pálido enigma de una incierta libertad a la que, últimamente, desean segar los pies.

Avanzaba despacio, ensimismado en la derrota de un Madrid maquillado con las sombras de un ayer al que, hoy más que nunca, no quiero regresar. A unos pasos de mí, había dos leones minerales vigilando, sin ganas, la orfandad de unas columnas coronadas por un desaliento tosco, abrupto, al pie de un palacio olvidado por la luz.  Solo pude mirar la estampa un breve instante. Me asaltó de repente un dolor ferruginoso y me dejé llevar como una sombra por la ciudad sitiada por el frío. En su resplandor magnético cabía todo el silencio enquistado en esas horas donde la herrumbre de un sueño se eterniza en los húmedos bancos de un parque deshojado, abandonado a la suerte del otoño, por el que últimamente ya  no cruza nadie que no sea el oscuro perfil de algún mendigo o una prostituta herida por el viento que sopla en las faldas del anochecer.

Bajo la lluvia, Madrid se hace más tenue y adquiere un matiz de señora endomingada que pasea refugiada en su abrigo de cheviot, con la viudez marcada en sus mejillas. Cuando llueve, su espíritu dulce y quejumbroso te acaricia despacio y te llena de silencio. Costaba adentrarse en el vientre de la noche, zarandeado por la emoción del vértigo que recorría las plazas más solemnes. En la ingravidez de un romántico edificio mis ojos rozaron la elegancia de dos cuádrigas galopando en la húmeda paz de la penumbra que cosía los intersticios de un gran cielo en el que, a veces, dormitan los relojes que miden el tiempo de la desolación.

Luego anduve sin prisa, crucé varias calles bulliciosas y, al final, me adentré en la serenidad del Ateneo. Rodeado de algunos amigos y familiares, después de una amena tertulia, conseguí encerrarme en mí mismo y olvidarme de Madrid contemplando la lluvia que tamborileaba fuera y alfombraba la calle con su calidez de amianto. Tan concentrado y cerrado estaba en mí que, al principio,  no oí la llamada de mi móvil. Pero cuando, al fin, lo tuve entre mis dedos la voz clara de Santos, como un pájaro de luz, quebró velozmente mi agridulce enclaustramiento y me devolvió a la realidad más pura.

Me llamaba de lejos, de un rincón mediterráneo (hace ya muchos que vive en Castellón), pero en sus palabras, tan próximas, tan cálidas, parecía resbalar la llovizna de Madrid que, en aquel instante, rozaba los cristales del ventanal que abriga el Ateneo y lo despoja de todo el artificio que reverbera en alguna de sus salas. En las palabras de Santos había dulzura. Sentía a mi amigo no lejos, sino cerca. La voz de Santos Palacios Caballero, tan firme y tan pura como el fondo de su alma, donde no caben la envidia ni el olvido, sino el amor, la ternura y la esperanza. En su llamada venía un torrencial carrusel de emociones, de imágenes perdidas, de confesiones y juegos infantiles, de paseos otoñales, de libros y canciones, de sueños adolescentes hechos de arcilla. Había muerto su madre apenas dos días antes, pero Santos la revivía en sus palabras, la levantaba despacio entre sus labios y me recordaba a mí su dignidad, la honradez luminosa de una mujer de pueblo, de nombre Cristina, siempre armónica y humilde, siempre feliz y orgullosa de su hijo. Él, un hombre coherente como pocos, que supo dinamitar la realidad oscura y fatal, claustrofóbica, del pueblo que, a veces, no comprendió su diferencia, la luz que flotaba en su espíritu genuino, en su alma sensible, azul y violeta al mismo tiempo, el alma de un hombre honesto, limpio, justo, donde siempre hallaré el amigo insobornable, el azul de la infancia, el aire cristalino que aún levanta en la noche un tiempo hecho pedazos que él recompone y revive con su voz aferrada a un espacio habitado por la luz.


3 comentarios:

luis alonso dijo...

un denso barullo de paraguas",
"el brujuleo nervioso de los taxis", "un negro zarzal con rosas fluorescentes..." Yo ahí he visto con toda claridad una película que empieza, y es posible que también la letra de una canción. Buenos días,Alejandro.

Anónimo dijo...

Amigo Luis Alonso, no sabes cuánto me gustan y animan tus comentarios, pues, sinceramente, en cada uno de ellos resaltas detalles de mi escritura que yo, mientras escribo e incluso después, apenas soy capaz de percibir. Por esa razón tus palabras me animan muchísimo a seguir adelante, ya que, ante mi ceguera y mi perplejidad, resaltan imágenes y metáforas de mi escritura que, a veces, a mí mismo me sorprenden y asaltan como latigazos poéticos que iluminan y abrasan mi oscuridad interior.

Alejandro López Andrada dijo...


Me soprendes y agradas, amigo Luis Alonso, cada día más con tus atractivos comentarios, pues con ellos descubro aspectos de mi prosa que, mientras estoy ensimismado en la escritura, e incluso después, no logro percibir. De este modo, con tus opiniones me das muchísimo ánimo para seguir escribiendo, algo que, sinceramente, te agradezco. Es un lujo tener amigos y lectores como tú, tan cálidos y emotivos, tan sagaces. Recibe, por todo ello, un sincero abrazo de gratitud y amistad.