domingo, 2 de septiembre de 2012

Luna de septiembre


Por el oriente, entre nubes como lápidas, hace sólo unas horas la luna fue una grieta de dulcísimo mármol. Me impresionó la paz,  la santidad que latía en su blancura.
Luego la grieta fue redondeándose y, minutos más tarde, se elevó sin sobresaltos, levantando en su vuelo el cuerpo ocre de septiembre sobre un horizonte de olmos cenicientos que almidonaban la espalda del crepúsculo, el silencio amarillo que aún latía en el ambiente y dejaba un temblor polvoriento, dolorido, en el cansancio sin fondo de los cerros.

La brisa, algo fresca, endulzó mi soledad. Vi a lo lejos marcarse, tras la sangre del azul, el dibujo de cuatro garcillas de oro y música. En ese preciso instante, respiré y sentí que mi yo no estaba, se había ido.

Todo se fue oscureciendo alrededor y, a la vez, aclarándose delante de mis ojos en una reverberación de turmalina. Ahora el olor de los campos llega a mí envuelto en el blanco jadeo de los juncos que la luz de la luna acaricia. Suenan grillos y, al pie de mi casa, en un charco artificial, croan sin fe las ranas. No muy lejos, el fantasma del viento es apenas un susurro en el tejado.

El olor de septiembre, en esta noche majestuosa astillada de luna, invita a meditar. El otoño que aún no ha llegado está presente en todo lo que percibo en este instante. Ya empieza a hacer frío y de aquí a no muchos días en la luz temblará el amable cadáver del verano.
Las ideas giran deprisa en mi interior, como ese manojo difuso de murciélagos que, al amor de la luna, traza cabriolas con su vuelo persiguiendo en el aire polillas. Miro en mí. Me siento, a la vez, cerca y lejos del dolor. Qué hago aquí, apartado del mundo, acompañado por el amor candeal de mi mujer y la ternura sin fondo de mis hijas, mientras la realidad ahí fuera es mugre, y el desamparo lo va cubriendo todo con la fatalidad de su melaza.

Le doy la espalda a la luna y entro a casa para poner la tele y conectar, aunque sólo sea unos minutos, con el mundo, con la realidad que ahí fuera está pudriéndose, y observo una imagen sobrecogedora: una hilera de jornaleros ata sus gritos libertarios y valientes al ondear de unas banderas que representan la voz del pueblo llano.
Sin poderlo evitar, atravesado de dolor, cierro el puño del alma, ato los gritos de mi carne, y me uno espiritualmente al ondear de esas voces rurales que claman libertad, justicia, paz, igualdad, fraternidad, en un mundo sordo, siniestro y corrompido, azotado por la iniquidad de los mercados. Y, al unir mi silencio sonoro a la voz firme del pueblo que grita, vuelvo a entrar en mí, y siento que sigo en el mundo, y estoy vivo, en mitad de esta noche tintada por la luna dulce y revolucionaria de septiembre que tiende, como una miliciana herida, su blanca bandera en las tejas de mi casa.

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