viernes, 14 de septiembre de 2012

Dos corazones de hilo



No había en aquel tiempo otro edificio como el vuestro, en el que el silencio doraba el comedor, al final de la tarde, con su manto de vainilla y las sillas bailaban poco después de oscurecer, cuando el abuelo volvía envuelto en sombras y tú te quedabas esperándolo en el frío. A la entrada del patio aleteaba una bombilla que, a veces, encendía la lluvia del invierno. El abuelo esperaba siempre esa señal. Cuando esto ocurría, tu mal genio se apagaba.

No he visto jamás unos encuentros como aquellos en los que la luz hablaba por vosotros. A ti, abuela, llegaba un pudoroso resplandor que cambiaba tu rostro deprisa, en un segundo: la ternura ocupaba la mueca de tu enfado y tu esposo reía, entonces reía suavemente, de un modo muy tímido, como si, por un instante, pidieran perdón sus ojos y sus mejillas arrodilladas, dobladas sobre el aire que almidonaba el calor de la cocina donde una humilde sartén chisporroteaba movida por un espíritu celeste.

Hoy comprendo que el vino, el vino del abuelo, agriase tu hermoso carácter aquellas veces que él regresaba a casa con el frío engarzado en su lengua y la niebla apelmazada, como un trasto viejo, en el temblor de sus rodillas. Había un hilo muy frágil cosiendo vuestros corazones en aquellos momentos difíciles y, a veces, el silencio lloraba por ti: sonaba el viento, un viento lluvioso, en tu mirada dos minutos, pero, enseguida, el perdón volvía a ocuparte. Me gustaba aquel modo tuyo de esconder tu resignación en un pañuelo húmedo con flores de almendro y manzano en sus esquinas.

Había mucha esperanza en vuestros desencuentros.  Yo a veces llegaba y os veía distanciados -percibía tus reproches en los ojos del abuelo-, aunque, al instante, al verme camuflabas tu pequeño dolor en un gesto hecho de azúcar. Tu tristeza se disipaba ante tu nieto como una nube en los labios del verano. Siempre, al verte, encontraba en tu amor vuelos de pájaros. Te crecían las rosas de mayo entre los dedos, unas flores muy dulces, como hojuelas de limón que encendían mi alma cuando entraba en la cocina y me recibía el sonido de tus brazos apretándose a mí. Entonces yo era líquido y me derramaba un segundo interminable en la crujiente paz de tus pupilas. En tu toquilla de lana había un olor de roscos de anís que casi me embriagaba. Nadie endulzaba las penas como tú. Ni tampoco nadie dejaba tanto azul, cuando le perdonabas, en los ojos del abuelo. Erais dos corazones de hilo, dos tormentas llenas de un fragor pequeño, diminuto, y, un segundo después de estallar, os apagabais rozados por una paz de muselina.

No había un edificio en aquel tiempo como el vuestro, una casa espaciosa en la que correteaban los recuerdos  jugando entre las macetas al escondite. En vuestro edificio cabían muchas sombras, algunas ausencias y bastantes alegrías: el tío Julián, con su enfermedad nerviosa, la tía Emilia cosiendo los prados de un mantel, los enfados del tío Rodrigo, las tías muertas (la dos Rosalías que se llevó la noche) y el jadeo de mi padre, vuestro hijo primogénito, regresando al final de la guerra con un aire cenizoso y plomizo pesando en sus pulmones. Y hoy que no estáis recuerdo vuestros nombres, Alejandro y Matilde, posados sobre el agua de mi soledad que tanto os necesita. Y aunque nunca volváis a estar en vuestra casa, cuando a ella regreso siempre os hallo en los rincones, fundidos en el aire, en el olor de los retratos, en las figuras que adornan la vitrina que observaba asombrado cuando era un chavalín y me envolvía el vapor de la penumbra con su agria textura de terciopelo mustio.

Vuestros corazones de hilo permanecen cosidos por los sonidos de aquel tiempo, por el aleteo de esa eternidad que hoy derramáis encima de mis ojos cuando entro a la casa y, al llegar a la cocina, percibo un aroma delgado, fantasmal, de roscos de anís en una luz de porcelana que cubre la estancia en que antaño discutíais, como dos niños tristes, en medio del invierno. Hoy me siento un  fragmento de vuestra eternidad y me dejo coser por el hilo del amor que zurció noblemente el dolor de vuestras vidas, por eso me escondo en la paz de vuestros nombres, Alejandro y Matilde, me encierro en vuestros ojos, y, al cerrar los míos un instante, siento en mí el calor de vuestros murmullos consolándome y el temblor de vuestros recuerdos sosteniéndome como si todo fuera como entonces y, de pronto, la vida volviera a su principio.

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