domingo, 1 de julio de 2012

La esquina del mundo


El pasado es una geometría de pájaros, un dibujo de alas trazando lentos círculos sobre las grietas de mi corazón. A veces llega fundido en un susurro que eriza el silencio enorme que me habita; otras, no obstante, entra en mí sin previo aviso, como el cazador sigiloso que regresa al rincón donde antaño dejó un ciervo malherido entre la hojarasca de la oscuridad. Tengo ante mí la infancia que fue mía desangrándose a un paso de un campo de centeno. El ayer puede, en ocasiones, regresar y camuflarse en la máscara del hoy.

El lugar que ahora habito está lleno de pasado. Vivo, sin darme cuenta, dentro de él. En los últimos días camino, sin prisas, por el tiempo y mis pasos me llevan a un espacio diminuto, un enclave perfecto para oír la soledad y percibir los sonidos de la luz.

Mi abuelo materno, José Andrada, lo llamó "La esquina del mundo", y queda muy cerca de la casa en la que ahora vivo, al pie de un manojo de retamas y de milenarias encinas que se mueren, en las que se columpia la virginidad de un sol crucificado entre nubes de caolín.

Puedo definir el punto exacto del lugar: al sur queda el cementerio de Fuente la Lancha; al oeste, la frente azul de una pared con soñolientas piedras de cuarcita; al norte, la casa de los cuatro eucaliptos; y hacia el oriente, diluido sobre el sueño de un bosque de plata, el arroyo del Lanchar, llevándose el agua que bañaba mi niñez.

En "La esquina del mundo" el tiempo no pasa, gira y vuela en círculos lentos sobre un cielo hecho de hojaldre, donde las sombras comulgan con la luz. Y, a veces, como esta tarde me ha ocurrido, uno siente una paz que procede de otro mundo y parece gestarse en la armonía de un paisaje que, a la vez, que me habita, huye, vuelve y muere en mí.

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