viernes, 20 de julio de 2012

El silencio y la furia


Mi hija me llama desde el centro de Madrid y su voz llega a mí envuelta en sílabas de rabia, tatuada por la libertad de las acacias y la umbría deserción de los altos edificios que yo presiento a otro lado del teléfono conteniendo el dolor detrás de sus cristales, junto al poder que acecha en las esquinas.

Me dejo llevar por el eco del bullicio. Vibra un rumor de líquida protesta, de dignidad luminosa que se hunde en la calinosa brisa de Madrid como un alcotán con el vuelo sublevado. La rebelión urbana entra en mi móvil y me siento de pronto inútil, frágil, torpe, con el corazón suspendido entre los árboles que, en este instante, grises me rodean.

Como si un huracán soplara entre mis huesos, voy deambulando entre piedras y retamas. Y mi hija, entre tanto,  enardecida sigue hablándome sosteniendo en sus labios la emoción de miles de almas que poseen la verdad y el estigma de los parias, la sutil transparencia de los desposeídos.

Llegan, junto a la suya, muchas voces reventando la paz que en la tarde me circunda como una pared ingrávida y serena. En mi pecho ondean banderas tricolores, pancartas que gritan por la libertad perdida.

Dentro de mi soledad protesta el mundo.

Entro en la rebelión profunda, ascética, de la gente que grita en la luz de la ciudad ahogada por la orfandad de un bienestar que el soberbio Poder  tala día tras día. Luego, un segundo después, apago el móvil y sigo avanzando a solas por el campo, con los labios y los ojos colmados de silencio, como un naúfrago herido que lo ha perdido todo, disuelto en la respiración de las encinas.

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