sábado, 9 de junio de 2012

Amarillo

Me ocurrió hace unas horas, mientras paseaba por el campo, a muy pocos metros de unas viejas porquerizas en cuyas piedras la tarde bostezaba desovillando un silencio de berilio.

Dentro de mí caminaban mis recuerdos, desgarbados y muy torpes como príncipes sin trono huyendo del reino de la melancolía.

El aire reptaba arañando el corazón aliquebrado y dulce de los juncos que escoltaban mi paso. Hundió el vuelo una torcaz como un grumo de plomo en la bóveda celeste y dejé que mis ojos siguieran su silueta hasta que la lejanía la deshizo

Entre tanto, seguí caminando absorto, envuelto por el resplandor del sol que iba enterrándose en un horizonte ocráceo y purulento. Yo iba fuera de mí, vagando en un limbo majestuoso, intentando olvidar la cruda realidad que, a diario, muestra ante mí su rostro oscuro.

Caminaba despacio, entre encinas cadavéricas, intentando alejarme de las sombras que hay en mí, pisando la tierra seca, vieja y áspera,  hasta que, inconscientemente, me detuve bajo una curiosa bóveda silvestre: cuatro enormes retamas que cubrieron de improviso, entrecruzando sus ramas, mi abstracción.

Y su olor tan sencillo transformó mi realidad, me alejó de las sombras, de las amarguras cotidianas, e inundó mis pulmones, mi sangre, mis ojos, mi conciencia de una emoción no exenta de esperanza.
Y sentí en ese instante  una sutil felicidad, una especie de ensoñación que me enredaba en un trozo de mundo, un espacio vegetal que conectaba un instante con mi alma y la encendía y pintaba de amarillo.

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