miércoles, 9 de mayo de 2012

Madrid


          Hace apenas una hora que he llegado a casa. He vuelto del ruido y de  la velocidad a instalarme de nuevo en el silencio y la quietud. En los últimos días he ido a Madrid un par de veces. Y el próximo jueves de nuevo he de volver. Demasiados viajes en tan corto espacio de tiempo para alguien que es parte de la lentitud. Aun así reconozco que me ha gustado la experiencia.  El pasado fin de semana llovía a cántaros y la ciudad era un bosque de grafito, el dibujo confuso de una muchedumbre lánguida diluyéndose entre altos paraguas de carbón. Hoy, en cambio, Madrid era un laberinto amable bañado por un suave sol de regaliz. La luz resbalaba en las cornisas inalcanzables cayendo en los automóviles como un zumo que elevaba en las calles una alegría de metal.
       Debo reconocer que antes no me ocurría, sin embargo ahora cuando paseo por Madrid me siento un fragmento más de la ciudad: sus colores y sonidos me bañan las entrañas. Es hermoso perderse y confundirse entre la gente como un grano de arroz en una sartén vertiginosa aliñada por ruidos y murmullos de azafrán. Me gusta y me alegra el parpadeo de los semáforos, el color desvaído de los edificios arrogantes coronados algunos por angelicales cuádrigas o por hercúleas estatuas de maíz. El techo de la ciudad es un bol tuquesa cosido por hilos de líricas palomas y vencejos de piedra que no saben volar. El corazón, la carne de Madrid es una plaza híbrida y romántica que abraza colores, mapas, idiomas, vagabundos bajo un velo de soportales melancólicos donde nunca amanece ni acaba de oscurecer.

Me fundo y confundo con el cuerpo de la luz que corre por las aceras de la Gran Vía y, al cerrar los ojos, noto que un ángel va llevándome, conduciéndome por un laberinto de semáforos y de siluetas que avanzan bulliciosas buscando el silencio, la paz, la soledad que quizá flote en sus casas o en los bares donde se aquieta la brisa y la llovizna que, invisibles, envuelven el rostro de Madrid, cuando subo al tren y, a través de la ventana, veo la ciudad que se mueve hacia la noche como un gato inmenso arañado por el brillo que deja en los bloques, en los edificios que se duermen,  los dedos gozosos de la lenta oscuridad.

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