sábado, 26 de mayo de 2012

La serenidad




Al fondo veo el cielo abrazándose a la tierra, y, a la izquierda, donde bosteza el horizonte y el silencio alza el cuello como un lagarto malherido, un manojo de chopos dibuja una serenidad tan profunda y amable que no parece de este mundo. En la soledad a veces hay mucha compañía, una rara paz que oxigena el pensamiento. Hago, un instante, una breve reflexión, mientras pongo el amor encima de la envidia y el perdón crece en mí como una blanca enredadera que escala por los balcones de mi pecho, donde el odio reposa con la mano escayolada y sufre condena la maledicencia.

Lo que soy este día forma parte del paisaje que dormita ante mí como un ángel de oro lánguido. Hay algo en la luz del aire que invita a amar a quienes me hieren y se creen mis enemigos, aunque el amor que me habita los perdone. Mis ojos recorren lo que duerme bajo el sol y mi alma es, de pronto, apacible y amarilla como el dolor feliz de la cebada que, entre las encinas viejas, se dibuja.

Mi espíritu escapa, sale de mi corazón y deambula sin prisas bajo la paz de la canícula  buscando el celeste que se graba en las alturas y deja en los campos una serenidad angélica. ¿Por qué odia la gente? ¿Por qué la envidia es una grama que resquebraja la luz de tantos ojos? ¿No hemos venido al mundo a dar amor, a sentir la alegría del otro en nuestro espíritu como si ésta nos perteneciera?

 Cabrillean las casas en la lenta lejanía y mi corazón está en medio del verdor que, entre el hondo y cansado amarillo de la siembra, perfila la antigua humildad de las retamas. ¿Acaso no es esto la serenidad, este cosquilleo de luz que, ahora, me asombra y regurgita en mí los días perdidos? Me escondo y me olvido en el chozo de esta paz hecha de brisa y cebadas que no mueren. He venido al mundo a perdonar y a dar amor, a sentirme en paz con aquellos que me hieren; por eso dejo mi alma puesta al sol, en mitad de estos campos lentos y amarillos, mientras me fundo y confundo en un paisaje que me habita y me mece con la brisa de sus manos, unas manos cosidas por el hilo de esa paz que sólo fermenta y crece en la serenidad, donde la envidia no tendrá regazo ni el odio hallará su camisa de serpiente.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Y a buen entendedor...!

Alejandro López Andrada dijo...

Sí, pocas palabras bastan. El amor y el perdón son el bálsamo que cura el daño que alguien nos hace, son la cálida esencia de la serenidad. En mi corazón no caben el odio ni la envidia. Por eso siempre vivo en paz. Gracias y abrazos.