sábado, 31 de marzo de 2012

Hombre en paro

Siento un silencio que llora en mi costado. A veces me ocurre. Ayer mismo lo sentí. Es como si la noche entrara en mí y tuviera que darle acomodo en mis pulmones. Esa sensación me impide respirar. Es como si me adentrara en una ciénaga, en un bosque muy oscuro con los árboles cortados. Ahora ha vuelto a invadir mi cuerpo de repente. Es una mezcla de lástima e impotencia, como un zumo de anís mezclado con vinagre. Ayer lo sentí con más fuerza que nunca, cuando tuve a un hombre en paro frente a mí. Había entrado tímidamente a mi despacho, casi pidiendo perdón, educadamente y hablaba con una cadencia majestuosa, con la dignidad de quien sabe, de antemano, que su cultura y su educación, su inmensa preparación intelectual, no le servirán de nada al buscar empleo.

Yo quería ayudarle, pero no sabía qué hacer. En sus gestos había una paloma resignada; en su mirada, un nervioso colibrí que libaba el dolor de sus contenidas lágrimas. Tenía hijos, me dijo, y percibí en su voz gastada una fragilidad que me oprimía. Me fue dando sus datos, su experiencia laboral, y, entre tanto, el silencio iba creciendo en mi costado hasta conformar una negra nebulosa, un profundo dolor que me impedía concentrarme en lo que estaba escribiendo. Hubo un instante en que quise cambiarme por él, darle mi luz, el poco trabajo que tengo, mi alegría, para soportar el silencio que crecía como una oruga royendo mi costado.

Sí, le hubiese entregado lo que tengo, lo poco que soy, regalarle sin pudor la felicidad exacta de mis ojos cuando contemplan los ojos de mis hijas, la breve alegría que entra en mí cuando hago un verso, la luz de los campos cuando reciben mis pisadas. Quise consolarle, pero no tuve el valor de decirle que su dolor me destrozaba, que su desvalimiento entraba en mí como un sable de oro candente. Quise hablarle; pero, al final, no hice nada. Él se marchó, después de firmar un papel. Dejó su adiós flotando en la luz sin luz de mi despacho. Y entonces lloró el silencio en mi interior abrasando mi pecho, mi sangre, mis pulmones. Ahora escribo esto por consolarme, aunque comprendo que no lograré ya nada al recordar la imagen de aquel hombre en paro frente a mí pidiendo, con la dignidad de su inocencia, lo que no pude darle, la oportunidad feliz de encontrar el empleo que, ansiosamente, demandaba.

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