martes, 21 de febrero de 2012

Dulces Años

De un modo casual, en el océano de youtube, buceando entre imágenes y canciones de otra época, encuentro una hermosa canción de "Dulces Años". Ellos fueron hace tiempo, a comienzos de los 70, un grupo que a mí me gustó por varias razones: una de ellas -sin duda alguna, la esencial- es que tenían mi edad (trece años y pico) y, además, en su imagen moderna, desenfadada, yo me veía felizmente reflejado; o, mejor expresado, creía reconocerme. Luego, por otro lado, cantaban muy bien y tocaban de maravilla: eran perfectos. Había algo en su música: un misterio fascinante que inundaba mis ojos y caía en mi corazón como una lluvia de lenta purpurina.

Lo hubiese dado todo en aquel tiempo por tocar en su grupo y acompañarles en sus conciertos; pero yo era un chico rural, torpe y muy tímido, que había salido muy poco de mi pueblo y ni conocía la capital de España. Ellos, por el contrario, vivían inmersos en la gran ciudad, en el centro de la ola, disfrutando de un cierto éxito musical que, a su edad tan temprana, aún parecía más rutilante. "Dulces Años" era un grupo, aunque joven, consagrado. De ahí emanaba mi fascinación por ellos: eran chicos modernos, famosos, cosmopolitas; en cambio yo era sólo un chaval de pueblo. Mi mundo estaba cosido por el hilo de los huertos de otoño inundados de luz ocre (la música de mi corazón era la lluvia y el sigilo dorado de los árboles durmiéndose). El suyo era un resplandor de discotecas y avenidas cruzadas por un lánguido bullicio que reverberaba en cualquier televisión. Aun así, intentaba imitarlos. Eran mis ídolos. No me importaba que fuésemos tan distintos y viviésemos en mundos, en realidades antagónicas.

Hoy, sin embargo, al volverme a reencontrar con el regalo impagable de su música, con la sedosa emoción de sus canciones, he sentido que no era tan distinto a ellos. El paso del tiempo, después de cuatro décadas, entre nosotros ha segado lejanías. Hace un rato, mientras escuchaba la canción que más éxito tuvo de todo su repertorio (hablo de "Almudena") he sentido, de repente, que la chica a la que ellos cantaban era la hermosa y altiva muchacha que amé en mi adolescencia, la misma con la que di largos paseos (dentro de mis sueños) por un bosque atardecido, aquella con la que no llegué a bailar, y, sin embargo, estuvo siempre en mí, y, sin existir, alegró mi timidez, mi silencio, mis desamores adolescentes, cuando sentía la voz de "Dulces Años" en la tristeza de mi habitación, y absorbía gozoso el milagro de su música, un brutal fogonazo en mi melancolía que, en la distancia del tiempo, hoy me consuela.

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