viernes, 24 de febrero de 2012

Los sombreros de Nila

Llega con su sombrero de alegría o su gorra de luz, en su equilibrio de elegancia, para animar las mañanas laborables con su naturalidad tierna y poética. Le gusta hablar de cultura, de cine y libros. Posee una sencillez nunca impostada, sino abierta y amable, dulce y generosa como el tic tac del silencio que te envuelve cuando todos se van después de un cumpleaños y la fiesta se agrieta en la tarde de un domingo, dejando migajas de sueño en los pasteles y en los restos de tarta que alguien no ha tomado. Nila tiene el dulzor de los días infantiles. Ella es una inyección de ánimo para todos. Nunca la he visto triste; muy al contrario, siempre tiene en sus ojos un aleteo de avocetas o un columpio azul movido por el viento. Sus palabras son blancas, limpias, transparentes, solidarias con el desánimo del amigo. Es de esas personas que acompañan sin saberlo, sin pretenderlo siquiera. Es como un hada. A veces, llega al lugar donde trabajo y su voz diluye la niebla en que me encuentro de una manera instantánea, compasiva.


Cuando uno está triste (y esto ocurre con frecuencia) ella toma un asiento e hila frases con azúcar para exprimir la penumbra y encenderla consiguiendo así que la luz nunca se extinga. Hace no muchos días, cuando hacía tanto frío, Nila llegaba al trabajo saludando a unos y a otros, derramando su ternura, como si regresara de un rápido viaje a un lejano país donde el sol nunca se extingue. La oía avanzar por el pasillo hacia el despacho en el que ella trabaja y la luz taconeaba, fundida en sus pasos, como una coqueta bailarina. Luego, un instante, pasaba frente a mí, daba los buenos días, sonreía, y el aire, de pronto, empezaba a transfomarse e iba adquiriendo la forma de un sombrero, la prenda que la identifica y la distingue, con la que Nila vence, en el invierno, la brutal negatividad que arrastra el frío. No en balde, ella es la metáfora de junio, la imagen feliz de los veranos de la infancia, donde aún late ese azul que nunca se destruye.

martes, 21 de febrero de 2012

Dulces Años

De un modo casual, en el océano de youtube, buceando entre imágenes y canciones de otra época, encuentro una hermosa canción de "Dulces Años". Ellos fueron hace tiempo, a comienzos de los 70, un grupo que a mí me gustó por varias razones: una de ellas -sin duda alguna, la esencial- es que tenían mi edad (trece años y pico) y, además, en su imagen moderna, desenfadada, yo me veía felizmente reflejado; o, mejor expresado, creía reconocerme. Luego, por otro lado, cantaban muy bien y tocaban de maravilla: eran perfectos. Había algo en su música: un misterio fascinante que inundaba mis ojos y caía en mi corazón como una lluvia de lenta purpurina.

Lo hubiese dado todo en aquel tiempo por tocar en su grupo y acompañarles en sus conciertos; pero yo era un chico rural, torpe y muy tímido, que había salido muy poco de mi pueblo y ni conocía la capital de España. Ellos, por el contrario, vivían inmersos en la gran ciudad, en el centro de la ola, disfrutando de un cierto éxito musical que, a su edad tan temprana, aún parecía más rutilante. "Dulces Años" era un grupo, aunque joven, consagrado. De ahí emanaba mi fascinación por ellos: eran chicos modernos, famosos, cosmopolitas; en cambio yo era sólo un chaval de pueblo. Mi mundo estaba cosido por el hilo de los huertos de otoño inundados de luz ocre (la música de mi corazón era la lluvia y el sigilo dorado de los árboles durmiéndose). El suyo era un resplandor de discotecas y avenidas cruzadas por un lánguido bullicio que reverberaba en cualquier televisión. Aun así, intentaba imitarlos. Eran mis ídolos. No me importaba que fuésemos tan distintos y viviésemos en mundos, en realidades antagónicas.

Hoy, sin embargo, al volverme a reencontrar con el regalo impagable de su música, con la sedosa emoción de sus canciones, he sentido que no era tan distinto a ellos. El paso del tiempo, después de cuatro décadas, entre nosotros ha segado lejanías. Hace un rato, mientras escuchaba la canción que más éxito tuvo de todo su repertorio (hablo de "Almudena") he sentido, de repente, que la chica a la que ellos cantaban era la hermosa y altiva muchacha que amé en mi adolescencia, la misma con la que di largos paseos (dentro de mis sueños) por un bosque atardecido, aquella con la que no llegué a bailar, y, sin embargo, estuvo siempre en mí, y, sin existir, alegró mi timidez, mi silencio, mis desamores adolescentes, cuando sentía la voz de "Dulces Años" en la tristeza de mi habitación, y absorbía gozoso el milagro de su música, un brutal fogonazo en mi melancolía que, en la distancia del tiempo, hoy me consuela.

sábado, 18 de febrero de 2012

El Alcalde de El Viso

La vida es como una casa muy espaciosa en la que, a veces, alguien cierra las ventanas y, al no entrar el aire, agobia quedar dentro. En ocasiones, la luz resbala líquida sobre la enferma cal de las paredes y en la casa no entra ni un resquicio de alegría. El que vive dentro, entonces, se resiente. Yo lo he comprobado en varias ocasiones. Pocas cosas hay más terribles en este mundo que sentir cómo escala el abandono por tu espíritu y cómo la niebla inunda tu cerebro. En esos momentos, necesitamos que nos amen. Cuando uno atraviesa una etapa delicada a nivel laboral agradece más que nunca el aliento y la luz de una palabra solidaria. Si por suerte hay alguien que posa en tus ojos su entusiasmo, las ruinas que había en tu alma se deshacen y un resplandor ilumina tu conciencia. Es lo que me ha sucedido a mí estos días. Mi futuro laboral se había cerrado; sin embargo, un hombre, Juan Díaz Caballero, el Alcalde de El Viso, ha sabido detener con su voz animosa el derrumbe en que me hallaba. El fulgor de su ánimo borró mi desaliento.

La gratitud es un cielo suave y ancho sobre el que nunca planeará el olvido. Yo derramo ese cielo, esa gratitud celeste, sobre un hombre bueno, humilde y machadiano, un carácter que entre los políticos escasea. Juan es una persona cercana, limpia, entregada a su pueblo con esa generosidad y ese noble entusiasmo que sólo poseen los sencillos. Yo, que tanto valoro esa entrega a los demás, esa sencillez que brota de lo hondo, debo decir que Juan es un ejemplo de generosidad y entrega a los sufren. A mí me lo ha demostrado muchas veces, sobre todo ahora, hace pocos días, cuando acercó la luz de sus palabras, la emoción de sus gestos, a mi alma hecha cellisca y yo me aferré a su aliento, a su entusiasmo para levantarme de mi abatimiento y seguir caminando, con renovadas fuerzas. Con su ternura y su trato compasivo ha sabido extirpar de mí la oscuridad. Siempre le estaré, por ello, agradecido. Nunca olvidaré la confianza que me ha dado.

martes, 14 de febrero de 2012

ricos y pobres

A la izquierda de mi corazón hay muchas nubes, pero a la derecha hay piedras, fango, ortigas, y una oscuridad grande y vomitiva. ¿Hacia dónde ir entonces? ¿Hacia dónde caminar con los ojos abiertos y el alma traspasada por una rabia imposible de medir? Se nos hunde el mundo, la realidad que nos rodea, y no hacemos nada para luchar contra el vacío, contra la barbarie que se ha instalado en torno nuestro. Reconozco que hay motivos para el desánimo. Poco puede hacerse contra el imperio del dinero. Pero, aun así, debemos de luchar y, sobre todo, hay que resistir. Los ricos (esa gente oscura y miserable) han puesto sus reglas de juego sobre el tapete y exigen que las aceptemos sin rechistar. ¿Para qué han servido tantos años de noble lucha consiguiendo avances sociales y culturales? Hace sólo unas noches, daban en televisión la terrible noticia de que aquí, en nuestro país, cuando tanto se habla de la podrida economía, los ricos más ricos han aumentado su fortuna en un veinticinco por ciento y, entre tanto, a los pobres les sigue creciendo su pobreza. La sociedad española se ha fragmentado y el leve equilibrio económico y social que, en las últimas décadas, se iba consiguiendo ha sido dinamitado por los de siempre, por los gerifaltes y mangantes de baja estofa que mueven los hilos desde su refugio ruin. Son unas ratas sectarias, nada más.
Para ellos, al final, sólo somos marionetas. Les importa un carajo que la miseria nos devore y nos envuelva la baba del dolor. Quisiera seguir, pero apenas tengo ánimo para describir lo que vi en la caja tonta hace sólo dos noches, cuando unas señoras cursis, de aire altivo y pedante, hablaban de su alto poder adquisitivo mientras dilapidaban cifras astronómicas de dinero en tiendas de lujo hechas a su medida. De ese modo mostraban su elevado status social.

No aguanté mucho tiempo y apagué el televisor apenas oteé el ambiente de Marbella y el de los hoteles más caros de Madrid. Hice zapping y, en otra cadena televisiva, encontré la miseria, el atraso y el dolor que flotaba en el aire de una tribu brasileña perdida en la densa selva del Mato Grosso. Sin embargo, al instante, comencé a sentirme bien. Paradójicamente, percibí algo milagroso cuando vi que en mitad de la selva, en la espesura, unos chavalines desnudos y churretosos, masticaban y saboreaban la pobreza con una alegría difícil de expresar. Eran felices en medio de la nada, en el culo del mundo, en el olvido más atroz. Medité y permití que las lágrimas corriesen por los surcos más hondos de mi fragilidad y, al instante, dejé que mi corazón tomase por si solo el camino más próximo a la luz. Y escogió el de la izquierda, a pesar de que, actualmente, floten sobre él densas nubes, espesos cúmulos, cubriendo un azul en otro tiempo claro y limpio, un azul cimentado en tres símbolos gloriosos: libertad, igualdad y fraternidad, tres principios que algún día volverán a resurgir cuando el poder de los ricos se diluya y, de nuevo, se les devuelva a los más pobres la dignidad que hoy se le está robando y ellos vuelvan a ser los herederos de la Tierra, los verdaderos artesanos de la Luz, los constructores de un cielo aquí, en el mundo, hecho a base de amor, ternura y libertad.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Benedicta

Sus ojos ya se han fundido con la luz. Su corazón ya pertenece al aire, a la brisa que sopla junto a la Cruz de la Dehesa, donde aún permanece el sonido de sus pasos cruzando la tarde en el silencio vespertino. Ella siempre fue para mí como una tía; su hermana, Bibiana, fue mi segunda madre. De pequeño, yo me movía por su casa como un pececillo en un lago transparente. Cuando estaba a su lado el mundo se hacía cristalino. Recuerdo el amor que brotaba de sus ojos cuando trataba, a diario, con sus hijos José, Juan y Manolo. Era tan dulce, tan cálida y afectuosa con la gente que, en los años 60, cuando yo era un chavalín me quedaba extasiado contemplando su sonrisa tan llena de azul y flotaba en sus palabras como un petirrojo en el viento matinal o una gota de sol suspendida entre las nubes. En su modo de ser había una alegría maternal que ocultaba las sombras de su tempranísima viudez. Perdió a su marido siendo demasiado joven: se lo arrebató el fantasma de la mina. Sin embargo, con cuanta honradez salió adelante. La dignidad fulgía en su carácter. Siempre fue una mujer valiente, honesta, decidida, que pintaba las negras paredes de la vida con la cal de su risa. En sus ojos dormía un ángel. Cada vez que ella sonreía se abría el mundo y todos nos olvidábamos de la muerte, de las sombras que, entonces, acechaban en las esquinas y en los caminos sinuosos del invierno.

Yo que fui tan amigo de sus hijos Manolo y Juan (a los que trataba como si fuesen mis hermanos), hoy siento dentro de mí una ausencia enorme, una orfandad que me llega de muy lejos, porque ella ha muerto en Palma de Mallorca, pero su hueco ha venido a mis entrañas a una velocidad escalofriante y se ha quedado dormida en mis pupilas. Por eso podría decir que estoy muy triste, que dentro de mí ha crujido un olmo seco y se ha fracturado un cielo alto, inmenso, limpio. Pero, por otro lado, aunque esté triste, siento una alegría recóndita, lejana, que viene enredada en el temblor de mi niñez, una niñez que su muerte se ha llevado. Y esa alegría extraña, paradójica, nace del hecho de haberla conocido y haber recibido de ella un amor puro que alimentará eternamente mi memoria, los ángulos más hermosos de mi nostalgia. Benedicta fue siempre azul, y hoy, más que nunca, la contemplo al fijar mis ojos en ese cielo que cubre las casas, los caminos, los tejados de Villanueva del Duque, donde ella seguirá estando siempre alimentando el aire, el corazón de aquellos que un día la conocimos y para ella fuimos como sus hijos. Descansa en paz, Benedicta, azul mujer, que las altas palomas te lleven junto al Eterno Padre y él te ubique a su lado, en el mejor rincón del Cielo. Te echaremos de menos los que tanto te quisimos.

martes, 7 de febrero de 2012

Las candelas de El Viso

Esta noche he quitado el candado a mis palabras. Ahora las dejo que fluyan nuevamente y caminen sin miedo abriéndose paso entre las sombras, en el vano silencio que, hasta hace poco tiempo, apenas unas horas, las ahogaba y oprimía. Parece ser que he vencido a la tristeza y al desánimo atroz que me estaba devorando. Ahora la claridad vuelve a habitarme. Hace sólo unos días (exactamente el sábado) intenté escribir, pero no me salía nada. Me apetecía narrar las sensaciones que había vivido aquella misma tarde en las calles de El Viso, el pueblo de mis ancestros, donde mi corazón se hace vigía y siempre contempla la luz de un tiempo herido que, aunque yo no habité, me pertenece de algún modo.

Hay algo en las calles de El Viso que me atrae y me hace sentir una sensación muy rara, vagamente triste y dulcísima a la vez, como si yo hubiera estado siempre allí, desde mucho tiempo antes de nacer y aún siguiera respirando el mismo aire que, desde entonces, alimenta mis pulmones. Quizá es porque mi abuelo Alejandro respiró, en los días de su infancia, la atmósfera sutil de esas calles y rincones que fulgían la otra noche como si fueran pétreas luminarias, resplandecientes moradas de un festivo transitar de gente que iba de un lado para otro contemplando un feliz decorado de muñecas y atractivas escenas cargadas de alegría. Siempre me dijeron, desde que era muy pequeño, que mi abuelo Alejandro y yo nos parecíamos. Quizá por eso me guste tanto El Viso, porque él era un enamorado de su pueblo. Se consideraba un viseño de pura cepa. La otra tarde, es verdad, lo recordé muchísimo. Yo, lo mismo que él, llevo a El Viso en mis entrañas.

El sábado lo volví a sentir de nuevo. Atraído por el imán de las candelas, me dejé habitar por las pavesas y los murmullos de una gente entrañable y cálida, atentísima, que contagia con su entusiasmo al visitante. Por eso debo decir, y reconocer, que al Viso llegué desanimado, roto, y, pese a lo desapacible de la tarde, volví a casa con el espíritu habitado, además de por el resplandor de las candelas, por una alegría difícil de explicar, una alegría azul, reconfortante, que me hizo ver, y entender, que allí en El Viso tengo una parte de mí, un trozo de aire, un pedazo de tiempo que viví antes de nacer y llevo escondido en lo más hondo de mi ser, donde se abrazan, de un modo luminoso, mi modo de ser y los genes de mis ancestros. No en balde me llamo Alejandro, como mi abuelo. A él también lo inundaba, aunque nunca escribió un verso, lo mismo que a mí, el espíritu de la poesía.