miércoles, 18 de enero de 2012

Ornitología

Siempre he declarado mi enamoramiento de las aves. No sé si me gustan igual o más que los libros. Aprendí a leer en la Naturaleza, observando el sinfónico vuelo de los pájaros. Nunca olvidaré el dibujo de sus alas, sus siluetas fundiéndose en el bastidor de un cielo que era de nata y limón sobre el silencio que habitaba los campos de mi infancia. Entre las nubes escondía mis ojos desnudos y se llenaban de silbos de mirlo o de piruetas de torcaces que se alejaban llevándose en su huida el milenario dolor de la dehesa, el misterioso temblor de los caminos. El campo era una biblioteca con estantes hechos de sol, espliego y melancolía. La misma melancolía que volvió a adentrarse en mi alma la tarde del domingo, disuelta entre los cabellos de la lluvia que caía en el granado del patio de mi madre con esa reconfortante mansedumbre que tenían los atardeceres lentos, húmedos, de aquellos inviernos en que el aire ataba líquenes y el campo era un libro que, en el frío, iba entreabriéndose igual que una enciclopedia hecha de nubes.

Lo de la otra tarde me hizo recordar la quejumbrosa inocencia de aquel frío. Bajo una atmósfera lánguida, irreal, observé una escena que me sobrecogió: a menos de un paso del tronco del granado, amparado por la soledad de una maceta, un alcaudón devoraba sin piedad el corazón de un pobre gorrioncillo. Jamás había contemplado una estampa así, ni siquiera en el campo, a lo largo de mi vida. La lluvia caía como un relieve de cristal mojando el plumaje gris del alcaudón ubicado a sólo unos metros de donde yo estaba, en el comedor de la casa de mi madre. Y ella también pudo ver, sobrecogida, cómo el pájaro grande daba cuenta del pequeño. Recordé, mientras estaba mirando embelesada el dibujo de las dos aves entre la lluvia, los ojos que ella tenía en aquel entonces, cuando yo aprendía a leer en la Naturaleza el maravilloso misterio de los campos, la desolación feliz de las encinas. Y aunque vi en la mirada de mi madre el mismo azul que destellaba en la flor de aquellos años, observé cómo el tiempo ha ido entrando en sus pupilas impregnándolas de una luz desmadejada, robando el antiguo temblor de su frescura.

Estuvimos mirando unos minutos más la escena, ajenos a las lágrimas del atardecer que, abrazado a la lluvia, iba cayendo en las paredes como una anciana decrépita y artrítica. Hasta que encendí la luz del comedor y el alcaudón alzó el vuelo y se alejó dejando en el patio el cadáver blanquecino del pobre gorrión casi devorado. De repente, sentí que la lluvia entraba en mí e iba esponjando mi espíritu de musgo. Después me escondí en los ojos de mi madre, tan lentos y azules como lo eran aquellos años en que aprendí a leer la voz del viento, el dolor de la piedras, el silábico quejido de las retamas tosiendo con la escarcha, cuando el campo era la biblioteca de los pájaros y yo me iba adentrando en la luz de la Ornitología.

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