viernes, 16 de diciembre de 2011

Un trozo de pared

Sólo queda ahora un pedazo de pared situada frente a un edificio de cemento donde apenas cabe mi melancolía. Ya nada existe ahí que me recuerde, o me pertenezca, pero, en cambio, permanece un resplandor secreto de palabras dormidas en la soledad de los ladrillos. Al pasar en silencio junto al trozo de pared, siento un vacío enorme, circular, derramándose en mí como una blanca enredadera que no tiene raíz porque pertenece al viento. ¿Cuánto tiempo de vida puede quedarle a esa pared, a ese trozo de mi recuerdo pétreo, mudo? Hace cuatro décadas mi alma estuvo ahí, cargada de luz, de nubes, de inocencia, diluida en los pasos y en las risas de las chicas que, a diario, pasaban con los apuntes bajo el brazo a unos pasos de mí altivas, indiferentes: sus siluetas grabadas bajo el resplandor del frío. El invierno temblaba en sus pasos de cristal, saltaba en sus senos como una temblorosa ardilla. Pero ellas tampoco están, también se fueron. Se perdieron en la arquitectura de las sombras, caminando entre olmos y acacias que hoy no existen. Entonces había un rincón para los sueños abierto en el aire, frente a la robusta verja que rodeaba la paz del Instituto. Unos años más tarde, ocupando el viejo ángulo donde transcurrieron mis días de estudiante, inauguraron el espacio de un colegio modificando, en parte, su estructura. Aun así, siguió manteniéndose el lugar: el mismo edificio, la cancha de baloncesto, la explanada de tierra en la que hacíamos gimnasia... Hasta que hace muy poco edificaron torpemente un gélido mascarón con ventanales que vino a tapiar la alegría diminuta que daba sentido al lugar desangelado donde estudié cuando mi adolescencia. Frente a él, mientras tanto, hacia donde muere el sol, aún se alza en la tarde un trozo de pared -el mismo de entonces- hecho con bloques de cemento, ahogado entre casas y edificios taciturnos. Y en ese espacio de apenas un par de metros, como puede resiste un trozo de mi yo. Cada vez que lo miro, veo un lejano sol de invierno resbalando sobre el rumor de las carteras, la escarcha en los dedos, las risas, los murmullos de mis compañeros antiguos caminando con cierta desgana, muchas veces adormilados, para ubicarse al pie de la pared y esperar desde allí a que abran la verja del recinto y, segundos más tarde (bajo una inmensa algarabía de chicos que corren de un lado para otro en la luz matutina), la puerta del instituto.

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