domingo, 18 de diciembre de 2011

Duendes

Nunca dudé en los días de mi infancia que, al pie de mi pueblo, en el bosque del Lanchar, al amparo de los álamos y las adelfas, entre los rosales y los escaramujos, habitaban los duendes. Y es verdad que, por entonces, más de una vez me acerqué con mis amigos al citado lugar para ver si tenía suerte y los sorprendía alguna tarde entre las sombras correteando y jugando distraídos como hombrecillos minúsculos de pan rodeados por el silencio vespertino que el último sol tendía en la hojarasca.
De mi casa hasta allí había casi tres kilómetros. Puedo verme avanzar deprisa, ilusionado por un caminillo azucarado y ocre, escoltado por huertos con árboles frutales y paredes adornadas por collalbas y alirrojos. La visión de los pájaros me cambiaba el pensamiento y mis ideas empezaban a fragmentarse. Por eso, cuando llegaba al viejo bosque, en vez de buscar el rastro de los duendes me dedicaba a buscar nidos de mirlo y a perseguir las ranas melancólicas que croaban con sueño a la orilla de un arroyo que, en su cauce, arrastraba un olor de manzanilla. En aquella arboleda el viento era de plata. Cuando estaba allí, me olvidaba de mí mismo y la realidad empezaba a transformarse. De tal manera que un día me perdí (recuerdo que aún no había cumplido nueve años) y, cuando quise salir del laberinto, la noche se había derrumbado entre mis ojos. Empecé a gritar en mitad de aquel silencio asistido de adelfas y álamos ciclópeos, pero nadie acudía a socorrerme. Estaba solo, sumergido en la lentitud de la penumbra que giraba a mi alrededor como un fantasma con la capucha y la túnica de amianto. Hasta que, cansado, me puse a sollozar. Luego, cerré los ojos, y, al abrirlos, a un paso de mí, junto a un tronco, estaba él. Quizá fue mi imaginación, o el miedo errático que, en su ida y venida, entraba en mí sin decir nada. Pero aquel duendecillo celeste estaba allí, reverberando en mitad de la penumbra, haciéndome una señal para que me acercase. Lo que sucedió después prefiero obviarlo. Algunas anécdotas es mejor dejarlas quietas, congeladas en algún rincón de la memoria hasta que el viento algún día las rescate y las esparza de un lado a otro en un segundo.

Hacía mucho tiempo que no recordaba aquel suceso, pero ayer por la tarde volví de nuevo a revivirlo y, durante unas horas, me transformé en aquel muchacho que buscaba los duendes y tropezó una vez con ellos, cuando ya había perdido la esperanza de lograrlo. Todo ha sucedido al hablar con tres chavales: Manolo Camacho (el protagonista de "Entre lobos") y sus hermanos Juan -el mayor- y Tomás, el pequeño. Empecé a contarles la historia casualmente, mientras pasaba un buen día de convivencia con ellos y sus padres, Manolo y Caty, en "La Colina del Verdinal", mi lugar de retiro los fines de Semana. De entrada, yo no esperaba que ocurriese. Los pequeños milagros suceden muy de tarde en tarde. Pero el candor de los niños me ganó, me arrastró la inocencia feliz de sus miradas, y me atreví a relatarles la experiencia que yo había vivido en un bosque hacía unas décadas. Hoy que ningún chiquillo cree en las brujas, ni en los sapitos hechizados, ni en los gnomos, conocer a unos críos que alimentan fantasía y tienen los ojos sembrados de oro y viento, es, sin lugar a dudas, un lujo insólito. Tomás, Juan y Manolo son muy sensibles y están conectados al mundo de lo mágico . Por eso, tal vez, les hablé de la poesía que encierran los cuentos y las hojas de los árboles que, en la noche, susurran como diminutas hadas. La hermosa inocencia destilada por los niños me animó a que fuera con ellos y con su padre a visitar la arboleda del Lanchar: los dedos del anochecer ya la rozaban e iban envolviéndola en un rumor violáceo. El padre y yo los dejamos unos instantes al pie de un gran chopo, oyendo la respiración de los duendes del bosque en el silencio de madera. Tomás, el hermano pequeño, de siete años, sintió al final miedo y se vino con nosotros andando hasta el coche, aparcado a escasos metros de la carretera que va a Fuente la Lancha. Al rato, volvieron los otros, Juan y Manuel, trayendo en su ojos un fantástico fulgor, la inocencia brutal que hace décadas perdí, y a su padre y a mí nos hablaron, convencidos, de que habían sentido el murmullo de los duendes, sus pisadas pequeñas, bajo el corazón de un chopo. Al oírlos, sentí que la infancia volvía a mí suspensa en la luz que cosía sus palabras, en sus voces pequeñas que la brisa iba arrastrando y dejaba caer en la soledad de un bosque que, ahogado en la paz de la noche, nos miraba.

3 comentarios:

Miguel Barbero dijo...

Precioso relato. Todavía hay quien no cree en estas fantasías que, en las mentes infantiles, son una realidad incuestionable. ¿Quién no ha sentido miedo en las noches de tormeta y truenos? ¿Y en el silencio de la oscuridad, cuando nos cobijábamos bajo la "segura" protección de una simple sábana de hilo?
Hoy, actualmente, yo sigo comprobando esa magia de los personajes ficticios en los seres mas pequeños e inocentes de mi familia.
Amigo Alejandro, me hubiera gustado estar en el Lanchar con esos niños y contigo para volver a escuchar esas voces antiguas, que hace muchísimo tiempo no oímos en este mundo materialista que habitamos. Un abrazo.

Alejandro López Andrada dijo...

Gracias, amigo Miguel, por esta entrada en mi blog. Efectivamente, estoy de acuerdo contigo en que hoy no está de moda creer en nada que no pueda tocarse con los dedos de la mano. Vivimos en un mundo sin imaginación y, por eso, los niños están embruteciéndose, pues no se les narra cuentos como antaño ni se les educa con sensibilidad. La fantasía está escondida en los baúles polvorientos y cerrados por la mano del olvido. Por eso disfruté tanto hace dos tardes con unos niños sensibles e inteligentes (Manolillo Camacho y sus hermanos Tomás y Juan) paseando por un bosque mágico en el que, a veces, tiene voz el silencio y las hojas de los chopos nos susurran con un misterio indescifrable. Me alegra saber también, por otro lado, que los más pequeñines de tu familia están siendo educados con mucha fantasía. Es bonito creer en las cosas que no vemos. No debía de morir nunca ese niño que escondemos y, a veces, siente vergüenza de salir fuera, pues teme que el mundo turbio en que vivimos le arranque la luz de los ojos y lo machaque. El niño que a mí me habita siempre va fuera y, aunque a veces, recibe tortazos y patadas, salivazos incluso, por parte de los mayores, sigue resistiendo ahí, nunca se esconde. Me alegra, por tanto, que tú defiendas siempre la fantasía. Es algo que te agradezco sinceramente. Recibe un abrazo de tu amigo, Alejandro.

Anónimo dijo...

Recuerdos de un compañero de la pensión La Milagrosa.
Emilio