lunes, 7 de noviembre de 2011

Una humilde bombilla

Ahora en la casa habita un gran silencio, un silencio redondo que huele a palo dulce. El tiempo se ha congelado en las paredes y en las habitaciones llora un sol que no volverá a salir en varias décadas, hasta que alguien vuelva a encender la humanidad de aquella pequeña bombilla que flotaba, observándolo todo, en el centro del pasillo. Los niños nos arremolinábamos bajo ella y contábamos cromos ahuyentando la penumbra. ¿Si pudiera expresar la felicidad que esas tardes rielaba en mi voz de muselina? En aquella estancia pequeña, tan minúscula, la alegría era una luz domesticada que se te posaba en los labios sin permiso. En ella observé el resplandor de la pobreza que llegaba del campo en un murmullo de candiles. En aquella pobreza había una dignidad y una fe en el mañana imposible de medir. La ilusión era un sobrio cayado de pastor aposentado en la levedad del aire, en el rincón donde nunca anochecía. Pero ahora en la casa habita un gran silencio y el regaliz de la luz ya se ha escondido en la extraña amargura del umbral que yace huérfano esperando pisadas, los pies de algún espíritu que se adentre en la estancia donde aún vive mi inocencia, sosegada y feliz, latiendo en la penumbra, esperando que el viento del anochecer tintinee en los cuadros y una mano prodigiosa ahuyente el silencio y convoque a los muchachos, remendados de frío, al calor de una bombilla.

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