jueves, 3 de noviembre de 2011

Mujeres

En los primeros días de mi vida, mi madre fue la que estuvo siempre cerca. Era el centro en torno al cual se iba agrandando la alegría de mi niñez. Luego, llegaron las frágiles compañeras del colegio de Villanueva del Duque; aún las conservo, como tarros de miel, en la despensa de mi espíritu: sus vagas siluetas desdibujadas entre pupitres y un olor a tiza dormida entre sus dedos. Mas tarde, fueron los días del Instituto, aquellas muchachas hermosas e inalcanzables como fresas maduras en la luz de algún barranco al que no me atrevía a bajar por miedo al frío y al agresivo zarpazo del silencio. Las chicas del Instituto tan esbeltas, tan atractivas y bellas como garzas alrededor de un lago cristalino. Pero también se fueron, se alejaron bajo un resplandor violeta y misterioso que engulló mis apuntes y la timidez de mi carpeta que el sol del invierno sostenía bajo el brazo y la lluvia arrugaba lentamente en los recreos. Las chicas del Instituto, tan lejanas. Todas fueron creciendo y buscando su pareja. Entre tanto, mi adolescencia fue escondiéndose en una coraza gris de turmalina a la que no tenía acceso nunca nadie salvo un par de amigos que me comprendían. Finalmente, acabé los estudios en Pozoblanco y, unos años más tarde, en Córdoba, surgí de mi caparazón cuando sentí en mi alma agrandarse la luz de la Mezquita. Ahí vi más mujeres, jóvenes distantes, deambulando entre mis cuadernos y mis apuntes. Hasta que llegó ella, sencilla, familiar, tan llena de claridad como esas tardes en que el sol reverbera como un fruto incandescente. Me agarré al fulgor de sus ojos, a sus palabras, para edificar mi vida en torno suyo. Era tan distinta, y aún lo es, a las demás, tan generosa y azul, tan compasiva. Ella es como un milagro, un resplandor que ilumina de golpe las sombras de un desván en el que no ha entrado el sol desde hace siglos. De su claridad nacieron mis dos hijas, dos versos serenos y crujientes de maíz que ahora alimentan mi ánimo en la distancia. Dos palomas de viento, dos lágrimas azules en las que aún se sostiene mi inocencia y, en su ternura, crece mi alegría. Ellas, junto a su madre, son los cauces por los que discurre, día a día, mi existencia. Tres mujeres, tres rostros, tres voces que me hablan con la eternidad precisa de ese instante en que todo es sereno, mágico y hermoso como la claridad que ellas me entregan cuando me siento más solo y más cansado. Gracias a su resplandor deambulo y vivo.

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