jueves, 24 de noviembre de 2011

La nacencia

Mari me ha enviado desde Jerez de la Frontera un hermoso email con el poema "La nacencia", una composición de Luis Chamizo que yo leí hace más de veinte años y, ahora, al volverla de nuevo a releer me ha emocionado del mismo modo que antes, dejándome una claridad sobria en el alma, una especie de luz mezclada con esquilas que en mi corazón no acaba de apagarse. Ese ha sido el momento grato de este día cuajado de nubes y trozos de aire macilento. La lectura del viejo poema de Chamizo ha clavado en mi sangre el temblor de lo sencillo, los detalles pequeños del silencio que no muere y levanta en la sangre un susurro de lentiscos y tomillos regados por la lluvia de lo insólito. He agradecido a Mari su detalle y, luego, por un instante, he recordado lo distinta que es la visión limpia y poética que nos deja Chamizo en su poema inolvidable de esa otra que ayer evocó mi amigo Pablo, cuando describió una cacería de "ricos", magnates y primeras figuras de la Jet set, en un bello rincón de la sierra de Cardeña. Pablo Hoyo me habló de hombres gélidos y altivos que siempre mantienen una hierática distancia con las personas que están a su servicio y por atenderles con un trato exquisito reciben a cambio una honda indiferencia. El nieto de Franco junto al director de un gran periódico y un puñado de altos magnates prepotentes vienen a disfrutar de la belleza que ofrece el genuino paisaje montaraz a todo el que llega; sin embargo, estos señores nunca sabrán captar ni percibir esa magia esencial que gravita entre las jaras y sobrevuela el temblor de los tomillos con la suavidad de un milagro efervescente. Ellos son de otra raza, miran, pero sin mirar, sintiéndose superiores a quienes cruzan la dureza del monte jadeantes como perros para ofrecerle en bandeja una pieza al amo. Señoritos de raza, dueños de un tiempo que pasó y ellos, sin embargo, aún mantienen disecado en la siniestra niebla de su iris como si de un trofeo de caza se tratase. De pensar sólo en ellos siento escalofríos. Es la España rampante, ególatra y soberbia, que viene de lejos y nos sobrevivirá, pues, aunque nos pese, serán siempre los amos. Seguirán pisando nuestra dignidad, porque ante el dinero nada pueden la palabra ni el hálito débil que transpira en la pobreza de aquellos que no somos nada ante su mármol, ante el pálpito gris de sus corazones gélidos. Nos habremos de conformar con sus migajas, pero nunca sabrán sentir como nosotros, los que vivimos al socaire de su sombra, el latir del rocío en la luz de los jarales y el pulmón de los pinos respirando en el silencio. La escapada al campo para ellos es un pretexto para hablar de proyectos y negocios faraonicos que esconden sus réditos en la estratosfera. Cuando pienso en sus vidas a mi alma acude un frío de aviones y yates zarandeados por el vómito. Mi realidad dista de la suya, y distará siempre, millones de años luz. Pero me consuela saber, por otro lado, que, al contrario que ellos, aún puedo disfrutar de cosas sencillas que no me cuestan nada y encontrar, por ejemplo, en los versos de Chamizo, en el hechizo brutal de "La nacencia", un consuelo de esquilas y gotas de viento sin domar, un crujido de juncos en el amanecer, y esa limpia bondad que late en la voz de los pastores que hace asequible la hondura del espacio, donde no cabe el cuchillo de la noche, sino el susurro feliz de la estrellas girando despacio en la eternidad del cielo.

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