miércoles, 30 de noviembre de 2011

El poder y el paisaje

Me gusta leer los libros de Herta Müller, la escritora rumano-alemana que, hace dos años, obtuvo el Nobel de Literatura. Disfruto adentrándome en la materia de sus libros: cálidos receptáculos de un lirismo en el que se funden el drama y la dulzura, la inocencia y el miedo, la melancolía y la duda, la ternura más frágil y la desolación. Su visión poética de la realidad concede a su obra una pátina genuina que la hace distinta a las de sus coetáneos. Su literatura, tan lúcida y coherente, rompe todos los encasillamientos academicistas y, quizá por ello, su discurso narrativo tiene la capacidad de conmover al buen lector, ya que sus palabras balsámicas, muy limpias, están conectadas al magma de una realidad que entra en nuestro interior no a través de los ojos (tapizados de asombro) sino a través del corazón. En su libro más reciente, titulado "Hambre y seda", la autora nos habla de la relación existente entre el paisaje y el poder. Ella pone el ejemplo de dos infames dictadores, Mao y Ceaucescu, y, con una extraordinaria clarividencia, muestra la relación despótica y absurda que ambos tenían con la Naturaleza. Entre las manías y las excentricidades del segundo destacaba, según Herta Müller, una muy curiosa, casi imposible de creer, y era que cuando el dictador rumano llegaba a un rincón rural, si habían comenzado los rigores del otoño y los bosques empezaban a amarillear, los lugareños tenían que afanarse en pintar de verde las hojas de los árboles para que éstos lucieran en todo su esplendor. Y, además, si la visita de Ceaucescu era acompañada por las cámaras de televisión, las vacas que aparecían en el paisaje no eran aquellas frágiles y escuálidas que pertenecían a los pobres campesinos, sino otras más gordas, lustrosas y bien cuidadas, que solía llevar el séquito presidencial con el fin de mostrar una visión más favorable de la realidad paupérrima del país. Camuflar la miseria y la pobreza con la pátina de un verdor ficticio y ruin, de cartón piedra, que nada tenía que ver con la realidad. Relaciono esta anécdota, sin saber muy bien por qué, con el asunto de la actualidad de COVAP, donde, según parece, pintan bastos, después de que haya salido al exterior la noticia de que en su interior algo no va bien. Yo que no conocí, ni vi nunca en realidad, al señor que la dirigía hace unos años, no me atrevo a decir nada sobre su persona. Pero, por lo que oigo y leo estos días, su gestión en la empresa no hubo de ser muy afortunada. La imagen de COVAP en el exterior era un tanto idílica, pero, ahora, vemos que en su interior fallaba algo. Recuerdo muy bien un spot publicitario en el que aparecía un prado armónico adornado por varias vacas rutilantes en un sano equilibrio con el verdor de un prado que parecía más del norte que de aquí. Había algo en la imagen que desentonaba, de alguna manera, con la realidad. Y ahora, de golpe, lo he entendido todo: la empresa más grande y famosa de los Pedroches era gobernada, y dirigida, por un tecnócrata que, tal vez, ni conocía ni amaba esta tierra y veía la realidad distorsionada, divisando verdor donde sólo había amarillo, un dolor amarillo atado al sudor y al sacrificio de unos hombres sencillos y humildes, los vaqueros, que nada tienen que ver con esa imagen tan edulcorada y falsa, de cartón piedra, que los ejecutivos y tecnócratas de la COVAP han intentado mostrar al exterior. Por eso el poder prevalece sobre el paisaje y el sueldo de un ejecutivo altivo y gélido está muy por encima de las raquíticas ganancias que algunos vaqueros consiguen al fin de mes. A mi modo de ver, el problema de COVAP es muy sencillo: han puesto los números por encima de los sentimientos y han borrado el origen, la identidad de una cooperativa que el pueblo veía, antaño, como suya, y hoy, en cambio, observa como algo ajeno a nuestra tierra, a este valle labrado por el sacrificio y el sudor. El poder, como apunta muy bien Herta Müller en su último libro, intenta cambiar el colorido del paisaje, pero el alma sencilla y tierna del pueblo llano termina, al final, derrotando las falacias y las mentiras que impone el dictador. Quizá sea el momento de replantearse muchas cosas, sobre todo el hecho de no dejarse dirigir por tecnócratas fríos, distantes y calculadores, que no aman la tierra ni las raíces de los pueblos, y sólo se dejan llevar por el aroma pútrido y corrompido del dinero, un dinero, que, antes o después, será su ocaso -como ahora ha ocurrido en una empresa de esta tierra-, el preludio de un rumbo, en fin, crepuscular.

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